El fumador (1645). Georges de La Tour (1593-1652) |
En memoria de Robert Dover
Por oscura que sea la noche, cuando se la entiende como asunto de interés
antropológico se antoja más rutilante que un día de verano. Además de que el
fenómeno nocturno ha tenido una influencia determinante en la vida del hombre
desde su mismo origen —esto es, desde que el hombre es hombre—, su carácter de
cosa densa e insondable ha dado cabida, en las tradiciones de los pueblos, a
las ideas, imágenes y sentimientos más diversos. Los párrafos que siguen
contienen apenas un puñado de esos temas: algo así como las pocas cosas que, en
una noche larga, deja ver un relámpago fugaz.
La potencia
termodinámica de la cultura humana se debe, en buena parte, a la noche. Porque
la producción del fuego por obra de los hombres, así se remonte a un momento
ignorado del largo Paleolítico, sí se debe a dos factores perfectamente conocidos:
el frío y la oscuridad. De la segunda, la noche es la cara por excelencia,
porque, por más lobreguez que haya en el seno de una caverna, de esta se puede
salir a voluntad: algo que no puede hacerse en el caso de la noche, cuyo
imperio es inconmensurable y su final no depende del deseo humano. Aunque es indiscutible
que la necesidad de reunirse en grupo —en cálido grupo— estimuló a los Homo erectus a propiciar una fogata y
acomodarse en torno suyo, parece probable que lo primero que debió azuzar su
inventiva fue el miedo a la oscuridad. Las tinieblas no solo actualizan un
terror grabado en los genes de la especie, sino que, objetivamente, esconden
amenazas materiales. La fama imperecedera del “tigre dientes de sable” se debe
en buena parte a las tesis de Charles K. Brain, paleoantropólogo surafricano a
quien se le ocurrió pensar que en el ataque nocturno de esa fiera sigilosa se
había originado el miedo a la oscuridad que todavía hoy nos desvela. Con
independencia de la realidad de ese anecdotario cruento y tremendista, al menos
es una verdad irrefutable la que el etnolingüista Daniel Everett divulgó, hace
una década, en un informe etnográfico sobre los pirahã del Amazonas: que esos nativos, aterrorizados ante la sola idea
de las serpientes que los acechan desde la oscura fronda selvática, no logran
pegar el ojo en toda la noche.
De la obsesión por la
noche a la mitología hay apenas un paso, y de ahí que las alimañas
nocturnas denunciadas en las últimas décadas por arqueólogos y etnógrafos ya
aparezcan mencionadas en relatos inmemoriales de varios pueblos. En
efecto, los kraho del cerrado
brasileño, en Tocantins, cuentan que en otro tiempo reinó una “larga noche”;
una noche inacabable y terrible durante la cual los primeros hombres, al salir
a buscar las cortezas y hojas podridas que estaban obligados a comer, se
exponían al ataque de los mosquitos, saltamontes y monstruos que se confundían
en la oscuridad. Por eso los kraho se espantan con los eclipses de sol: pasa
por sus cabezas la idea de que la “larga noche” ha vuelto. Pero también en
Occidente las tinieblas mitológicas rebosan de huéspedes: los griegos, cuya
representación de la noche era Nix, amarraron a su figura, con sus lazos
parentales, todos los misterios humanos. Según cuenta Hesíodo, Nix era hija del
caos y hermana de Érebo, la oscuridad; tuvo en primera camada a Éter —el brillo
puro—, Hemera —el día— y Eros —el amor—, y luego parió a incontables vástagos,
entre ellos Moros —el destino—, Ker —la perdición—, Tánatos —la muerte—, Hypnos
—el sueño—, Geras —la vejez—, Ezis —el dolor— y Apate —el engaño—. Un censo
como ese aclara por qué el poderoso Zeus, quien no tenía por qué temer a nadie,
procuraba especialmente no hacer enfadar a Nix; de acuerdo con Homero, el rey
de los dioses no quiso tomar venganza contra Hypnos a pesar de que lo había
adormecido para facilitar un plan malicioso de Hera, y no lo hizo únicamente por
ser, el traicionero Hypnos, hijo de quien era. Meterse con la noche —habrá
pensado Zeus— era desafiar los poderes nefastos de sus vástagos.
Por supuesto, la
peculiaridad de la noche es algo más que un asunto de sugestiones mitológicas,
miedos freudianos o predadores amparados en la oscuridad selvática. La vida
nocturna en las ciudades modernas, dispuesta para el examen del antropólogo más
incauto, lo deja ver con claridad. Y no se trata apenas de que, como en el
Paleolítico o la jungla, la urbe tenga sus propias fieras agazapadas en la
oscuridad —nada más fácil que hablar de los criminales y gentes extravagantes
que aprovechan la noche para entregarse a sus negocios y desvaríos—: también es
necesario mencionar que, por aquello de los ritmos biológicos y sociales, los
hábitos nocturnos están más cerca del ocio que los hábitos diurnos, estos comúnmente
orientados por las agendas del deber y la labor. Al Álvarez, en su magistral
ensayo La noche. Una exploración en la
vida nocturna, el lenguaje de la noche y los sueños (1994), explica que la
actividad nocturna de las urbes sólo pudo ser posible cuando, hace dos o tres
siglos, se implementaron sistemas de iluminación propiamente dichos, y que estos
eran privilegio de la gente acaudalada. Para decirlo de modo más redondo: fueron
los ricos los primeros que aprovecharon el tiempo de la noche para algo más que
dormir, y lo hicieron sobre todo con el fin de divertirse, mientras que el
pueblo raso se acostaba y se levantaba con las aves, vencido tras una dura jornada de trabajo. De ahí que nuestras
rutinas nocturnas estén imbuidas del espíritu del ocio. Por supuesto, hay otras
maneras de expresar la ruptura social entre el día y la noche: por ejemplo, el
sociólogo argentino Mario Margulis ha dicho que, en la noche, “la ciudad es de
los jóvenes mientras los adultos duermen”. Alguien ha advertido también que los
edificios de las grandes ciudades, ramplones en el día, en la noche fulguran
como cascadas de neón.
Se pensará que la noche
—temible y desaforada— es, mutatis mutandis, un mismo tipo de experiencia para
todos los hombres. Nada más falso, habida cuenta de la inagotable variedad de
las costumbres humanas. Entre las primeras cosas que llamaron la atención de
Bronislaw Malinowski en la aldea de Omarakana, en las islas Trobriand, fue la
serenidad con que los nativos se internaban en la noche, libres del miedo que en otros lugares inspiran los maleantes, los tigres o los fantasmas. Escribe el etnógrafo en “Baloma. Los espíritus de los muertos en las
islas Trobriand”(1916): “Por lo general, se da una notable ausencia de
miedo supersticioso a la oscuridad y nadie pone peros a caminar en soledad y
por la noche. Yo he enviado a muchachos, que por cierto no pasaban de los diez
años de edad, a que recogiesen, a distancias considerables y durante la noche,
objetos que había dejado adrede, y hallé que eran sorprendentemente intrépidos
y que por un poco de tabaco estaban del todo listos a ir”. Este caso obliga a
concluir que cualquier tesis sobre los miedos atávicos de la especie humana
tendría que descartar la tiniebla nocturna como su fuente principal, y quizá
por eso algunos psicólogos han puesto sus ojos sobre las arañas y los seres voladores.
La noche, común al mismo tiempo que singular —abierta al entendimiento
al mismo tiempo que misteriosa; profana y sagrada— quizá no sea necesariamente espantable.
Pero ella —junto con el mar— es lo más sugestivo que ha conocido el hombre.
Jugadores de dados (1651). Georges de La Tour (1593-1652) |