lunes, 21 de septiembre de 2015

Paraíso erótico



¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? (detalle) (1897).
Paul Gauguin (1848-1903)



Hace poco menos de 30 años, en El antropólogo como autor (1988), Clifford Geertz escribió que la popularidad alcanzada por los tratados de sus ilustres colegas se debía más a la sugestión retórica que a la pureza científica de sus registros etnográficos. El aserto lo ilustra inmejorablemente el ensayo “Baloma. Los espíritus de los muertos en las islas Trobriand” (1916) de Bronislaw Malinowski, obra que alcanzó a ser calificada de “maestra” por la crítica etnológica sin importar que buena parte de las creencias sobre el Más Allá en aquella región del mundo fuera ignorada, por entonces, por el antropólogo polaco. Es curioso que Geertz, en el respectivo capítulo de su libro, solo acudiera a “Baloma” para transcribir un soso párrafo —quizá el único del magnífico trabajo— sobre las generalizaciones científicas.
        Las 88 páginas de “Baloma”, aparecidas originalmente en el volumen XLVI del Journal of the Royal Anthropological Institute de Londres significaron, muy tempranamente, no solo el estreno de la patente del funcionalismo antropológico —Malinowski probó que incluso la más etérea de las instituciones podía mantenerse vigente si rezumaba utilidad social—, sino la declaración del talento narrativo del autor. A propósito de esto, casi bastaría evocar aquel pasaje del abrebocas en que Malinowski refiere cómo una noche, mientras regresaba a la aldea de Omarakana con tres nativos que lo habían acompañado a un entierro, escuchó ruidos misteriosos en un huerto de ñame (solo los relatos oceánicos de Tusitala Stevenson podrían incubar tanto suspense). Pero conviene, asimismo, recordar la colorida estampa que ofrece el etnógrafo a propósito de lo que ocurre cuando un nuevo baloma llega a la isla de Tuma, comarca de los difuntos: después de llorar con desconsuelo sobre la piedra Modawosi y hacerse invisible al bañarse en las aguas del pozo Gilala, el recién llegado es recibido por Topileta, quien, como Caronte, cobra el óbolo de una riqueza mágica (vaygu’a) a modo de entrada. Este “canciller de la ultratumba” posee orejas grandes y móviles, tiene esposa e hijos tan fantasmagóricos como él y conoce el filtro de la eterna juventud, pues entre los trobriandeses se tiene por una verdad de a puño que incluso los espíritus envejecen. También cuenta Malinowski que los baloma se adaptan rápidamente a la “vida” en Tuma, toda vez que “en el otro mundo hay muchas más mujeres que hombres” y que ellas “no son ni menos expertas ni más escrupulosas en usar hechizos de amor que las mujeres vivas”. En un marco etnográfico tan sugestivo, la lección de teoría funcionalista se antoja, casi, un bonus track.
        Cuando casi habían transcurrido tres lustros desde de la publicación de “Baloma” se supo que no había sido dicho todo lo que podía decirse a propósito de la otra vida en Tuma; de hecho, faltaba conocer lo más sensacional. En efecto, cuando volvió sobre el tema en La vida sexual de los salvajes (1929), Malinowski reveló datos inéditos y audaces sobre Topileta, entre los cuales el menos sugestivo es, sin duda, el parecido con un “Flying fox” (zorro volador) que le confieren sus grandes orejas. También pudo saberse que el Caronte de Tuma no solo pide el vaygu’a a los nuevos espíritus sino que se encarga de iniciarlos sexualmente: por su propio esfuerzo si se trata de mujeres y con la colaboración de su hija —tiene “una o varias”— si los baloma son varones. Sin empacho alguno, el etnógrafo escribe de Topileta que “su lujuria es tan grande como su avaricia”, y sugiere que la cálida recepción que prodiga a los nuevos huéspedes de Tuma es el prólogo ideal de la dichosa experiencia que, sobre todo, les está deparada a los espíritus de los hombres, quienes desde entonces solo piensan en quedarse allí y “abrazar las bellas formas, no obstante no tener nada de carnales, de los espíritus hembra”, aunque no puede pasarse por alto que estos últimos “son apasionados y ardientes en grado no conocido en la tierra”. Las nuevas noticias sobre las rutinas de los baloma en Tuma revelan un sentido de “paraíso erótico” —las palabras son del propio Malinowski— que había estado más o menos velado en la versión de 1916, la cual solo hablaba de filtros amorosos y reservaba los grandes combates de la sexualidad para los vivos, confiriéndole a la ultratumba un quietismo grisáceo en que la única distracción parecía no ser otra que, una vez al año, saltar a Kiriwina para espiar las fiestas públicas. Dicho de otra manera: la imagen de unos espíritus desconfiados que viajan para fiscalizar la vida de sus deudos dio paso a la de unos espíritus que, ahítos de placer, no tienen un interés particular por las intrigas de los vivos. Se trata de dos formas, casi opuestas, de entender la muerte (y, sobre todo, la vida).
        En La vida sexual de los salvajes, Malinowski revela el nombre del “más eminente” de sus informadores sobre el tema espiritual: Tomwaya Lakwabulo, un médium de la aldea de Oburaku que decía tener una amante baloma en Tuma, adonde también había ido a parar su abnegada y fiel esposa Beyawa. No sorprende que en los diarios del etnógrafo polaco se hable de este siniestro Don Juan solo a partir de la segunda gran temporada de campo: en varias entradas de 1917 y 1918, pergeñadas cuando Malinowski volvió de sus fructíferas vacaciones inglesas. Es obvio que “T. L.” le contó al etnógrafo lo que él no sabía, en 1916, sobre los lúbricos asuntos de los espíritus; en algún sentido lo prueban las trazas de picardía que impregnan las anotaciones del viernes 21 de diciembre de 1917: “Después del almuerzo, Tomwaya Lakwabulo y sus historietas sobre el otro mundo […]. Cuando le hago una pregunta, se produce una pausa antes de que conteste, y un cambio de mirada en sus ojos”. Tampoco sorprende que sea el mismo Malinowski quien azuce a su interlocutor para llevarlo a los temas más húmedos: por entonces el polaco recién se había comprometido con Elsie R. Masson, una enfermera australiana que le inspiraba deseos tan tiernos como salvajes, y que sin duda lo arrastró a un pretencioso delirio consignado en la entrada del 13 de noviembre de 1917: “estoy intentando vencer el pesar metafísico de ¡Vsiekh nye pereyebiosh! [expresión rusa; literalmente: ‘¡Nunca te las follarás a todas!’]”.
        Suele olvidarse que los tratados etnográficos, a diferencia de las obras literarias, no son obras acabadas. Porque, si en la venta manchega en que fue manteado Sancho Panza no ocurrieron más cosas de las que ya contó Cervantes, las comarcas visitadas por los antropólogos obligan, a la hora de pretender fijarlas en palabras, a un esfuerzo indagatorio que nunca acaba de estar satisfecho de sí mismo. La impresión de que se ha dicho todo acerca de cómo viven los hombres solo puede explicarse en la fanfarronería propia del ejercicio descriptivo, el cual pretende vanamente que nada se le escapa, cuando, en verdad, lo único que consigue hacer es —como en cierto cuento de hadas— sacar personas y cosas, infinitamente, de un pozo sin fondo.



¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? (detalle) (1897).
Paul Gauguin (1848-1903)


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