Autorretrato como
enfermero (1915). Max Beckmann (1884-1950) |
Cada vez es más borrosa la figura de William Halse Rivers
Rivers —W. H. R. Rivers— en la historia de la antropología, sin importar que sus
méritos sean tan gruesos como los de Lewis Henry Morgan, Edward Burnett Tylor y
James George Frazer. En las toldas de la ciencia del hombre, el recuerdo del médico
psiquiatra y etnólogo inglés parece haber quedado reducido a la frase burlesca
con que Bronislaw Malinowski, su propio discípulo, lo comparó con un ingenuo
novelista del colonialismo inglés: “Rivers es el Rider Haggard de la antropología;
yo seré el Conrad”.
En cierto sentido, el aura que rodea a Morgan en los anales
antropológicos se debe a Rivers, quien a fines del siglo XIX
desempolvó los Sistemas de consanguinidad
y afinidad de la familia humana (1870) para probar que los términos del
parentesco debían reflejar prácticas sociales, y que no eran meras
sobrevivencias de hábitos lingüísticos caprichosos ni misteriosas expresiones
de emociones atávicas. De hecho, el aporte de Rivers al más tradicional de los
campos de estudio de la antropología fue notable: el método genealógico. Poco
importa que el etnólogo se hubiera inspirado en los protocolos de investigación
de los criadores de perros y caballos; lo cierto fue que proveyó a la
disciplina de un método que la hizo menos vulnerable a los prejuicios
culturales del investigador. Para construir sus genealogías, Rivers preguntaba
por personas reales antes que por términos, y entre estos trataba de usar únicamente
los que se le hacían obligatorios —padre,
hijo, esposa— para adentrar a sus informantes en las avenidas de la
filiación y la alianza. Solo cuando sus árboles de nombres propios quedaban
verificados por los testimonios de varios nativos, preguntaba cómo se le decía
genéricamente a cada pariente. Con todo, la importancia de Rivers en la
antropología quizá resida en que preparó la transición entre el historicismo de
los evolucionistas y la preocupación funcionalista por la organización social.
Así lo prueba no solo su tesis de que la terminología del parentesco consagraba
hábitos sociales en uso, sino su insistencia en que era necesario llevar a cabo
investigaciones en campo; un tipo de aventura en que él, por viajar al oceánico
Estrecho de Torres en 1898 y al sur de la India entre 1902 y 1903, fue pionero
entre sus colegas británicos. Esa experiencia le permitió colegir que los antropólogos
debían permanecer entre las comunidades estudiadas al menos durante un año —intuía
que esa era la duración mínima de los ciclos rituales—, y si él mismo no lo hizo
al menos estableció un programa metodológico que Malinowski siguió a pie
juntillas. No tiembla la pluma historiográfica de Ángel Palerm cuando escribe
que Rivers fue el gran precursor de la antropología social.
Quizá el primer factor para el descrédito de Rivers consistió
en que, por haber vivido la mayor parte de su vida en el siglo XIX, se le
pidieran los tratados omnicomprensivos —como los de Frazer y Tylor— que nunca
escribió, pues orientó su monografía sobre los toda de la India hacia aspectos
de la organización social —lo que, obviamente, hizo también en su trabajo
póstumo Organización social (1924)—,
y si escribió sobre los melanesios fue para concentrarse en reconstrucciones
históricas. Aunque Malinowski tampoco cultivó el estilo enciclopédico de los maestros
decimonónicos y aunque —según se lee en su entrada de diario del 20 de
septiembre de 1914— la lectura de las páginas de Rivers llegó a parecerle ingrediente
de un buen día, lo cierto es que la obra del médico y etnólogo brilla por su
ausencia en Los argonautas del Pacífico
Occidental (1922), sin duda la más influyente monografía sobre Melanesia
escrita en toda la historia de la antropología. Muy posiblemente, lo que no
gustó al polaco fue la preocupación histórica de Rivers. Ello parecen
confirmarlo las consideraciones de Robert H. Lowie en su ácida Historia de la etnología (1937), obra de
la que —como la mayoría de sus colegas— Rivers sale particularmente maltrecho. En
efecto, Lowie lo acusa tanto de proponer verdades de Perogrullo en sus tratados
—“A menudo Rivers descubre el Mediterráneo”— como de conducir llamativos descubrimientos
etnográficos hacia conclusiones históricas descabelladas. El etnólogo inglés,
por ejemplo, descubrió que entre algunos pueblos oceánicos de principios del
siglo XX habían desaparecido varias artes útiles a la sociedad —la confección
de canoas, la cerámica, el uso del arco, etcétera—, pero solo pudo explicarlo
con una teoría fatalista sobre la furibunda propensión de ciertas sociedades
hacia la degeneración tecnológica. Lowie comenta el asunto con su proverbial
mordacidad: “Este argumento es característico del pensamiento ‘histórico’ de
Rivers: del principio al fin descansa en puras fantasías ingeniosamente
entrelazadas”.
No hace mucho se acabó de sellar la lápida de W. H. R.
Rivers, el etnólogo. El último responso corrió por cuenta de una novela y su
posterior versión fílmica. Regeneración (1991),
el primer libro de una trilogía de la inglesa Pat Barker, se interesa por la
actividad de Rivers como psiquiatra militar durante la Primera Guerra Mundial,
rol en el que trató al poeta Siegfried Sassoon, aquejado de una neurosis de
guerra. La novela fue llevada al cine en 1997 bajo la dirección de Gillies
MacKinnon, con Jonathan Pryce en el papel de Rivers. En la cinta se ve al personaje,
con su grueso bigote y el pelo entrecano, envuelto en un gabán militar de color
café claro, vestido por debajo con un traje atravesado en diagonal por una correa
negra, la cabeza tocada con un quepis en el que se distingue el emblema de los
altos mandos de los regimientos médicos. Se trata, en resumen, de una imagen
grave y autoritaria que difícilmente podría borrarse para rescatar la figura
desenfadada, con sombrero alón y en mangas de camisa, del etnólogo que acompañó
a Alfred C. Haddon al Estrecho de Torres. Esa efigie del Capitán Rivers parece
indeleble, en tanto que las otras versiones del mismo hombre se antojan tan
grises como las fotos de antepasados remotos.
Por trillado que parezca, una vez más habrá que decir que el
destino de los hombres tiende irreversiblemente hacia los desenlaces irónicos.
A Malinowski, uno de sus más queridos amigos —el escritor polaco Stanisław Ignacy Witkiewicz— lo
tomó como modelo de uno de los protagonistas de su novela Las 622 caídas de Bunga o la mujer demoniaca (1911). Es decir que
ni Malinowski alcanzó a ser Joseph Conrad ni Rivers llegó a reemplazar a Henry Rider
Haggard —el autor de Las minas del Rey
Salomón (1885)— en la historia de la narrativa etnográfica inglesa. Para su
mala o buena suerte, les estaba deparado el papel de los personajes de la
ficción.
Síntesis plástica de
la idea: Guerra (1915). Gino Severini (1883-1966) |