El antropólogo en busca de las inquietantes amazonas (2006). Dare Dovidjenko (1949) |
Los pintores han mostrado un interés especial por ciertas
profesiones. Los médicos, quién puede negarlo, han captado buena parte de esa
atención: se les ha invocado aquí y allá, en escenas tanto sublimes como
mundanas. Bastaría pensar en el sabio doctor Tulp que, en el cuadro firmado por
Rembrandt en 1632, diseca un cadáver ante sus espantados aprendices; o en el
facultativo insinuado en La inspección
médica (1894) de Toulouse-Lautrec, ese cuadro en que dos putas recién
despabiladas avanzan en fila, con la falda arriba, hacia donde las espera un
especialista venusino. De hecho, fue el cuadro de un médico —el Retrato del doctor Gachet (1890) de
Vincent Van Gogh— el que, en su momento, alcanzó el precio más alto de la
historia en el mercado pictórico: en 1990, un japonés pagó 82 y medio millones
de dólares por la tela.
Ni
fascinaciones ni derroches han caracterizado la aparición de los antropólogos
como objeto de la pintura. A primera vista podría decirse que ninguno
de ellos ha asomado en un bastidor, y que todas sus representaciones gráficas
se reducen a las muchas caricaturas que ha inspirado el oficio etnográfico. Por
ejemplo, es abrumadora la popularidad que durante las últimas tres décadas ha
alcanzado “The far side” (1984), aquella viñeta de Gary Larson en que se bromea
respecto de la llegada de los antropólogos a un caserío tribal. Dos etnógrafos,
patéticamente ataviados a la safari —están al orden del día los pantalones
cortos, el sombrero de corcho y la cámara fotográfica—, descienden de una lancha mientras,
desde la ventana de un bohío —precisamente donde se focaliza la escena—, tres
lugareños se espantan con el avistamiento y optan por correr a esconder los
modernos electrodomésticos de que se sirven en su vida cotidiana: lámpara,
teléfono, televisor y videocasetera. Ni siquiera hay que llegar al extremo de
interpretar que el antropólogo de campo es visto por los indígenas como alguien
que puede robar sus bienes: la mofa de Larson ya queda clara con la sola
denuncia del científico que, por arrogancia o candidez, cree a pie juntillas en
la existencia de una humanidad primitiva, por completo pura, ajena a los
embates contaminantes de la civilización occidental.
Un cuadro
reciente del pintor croata Dare Dovidjenko viene a salvar a los antropólogos
del sambenito de fungir como idiotas de las tiras cómicas. Se trata de El antropólogo en busca de las inquietantes
amazonas (2006), pintura al óleo en que un etnógrafo impecablemente vestido
—lleva traje con corbata, como si acabara de salir de una clase en Oxford— posa
junto a cuatro nativas desnudas, todos ellos acomodados en un retazo de selva
en que las flores, gigantescas, se alzan sobre las figuras humanas. Habría que
admitir, de entrada, que algunas trazas de la ironía de Larson sobreviven en la
composición de Dovidjenko: la escena vegetal, frondosa y colorida, se antoja
como la perfecta materialización de la fantasía del lugar primigenio; ese anhelo
expresado, quizá de modo inigualable, en las muy citadas páginas de Tristes trópicos (1955) en que Claude
Lévi-Strauss describe, emocionado, la antesala de su llegada a una aldea
tupí-kawaíb: “Esos pájaros no huían de nosotros; pedrerías vivientes que
erraban entre las lianas chorreantes y los torrentes frondosos contribuían a
reconstruir delante de mis ojos asombrados ese cuadro del taller de los
Brueghel, donde el Paraíso, ilustrado por una tierna intimidad entre las plantas,
los animales y los hombres, lleva a la edad en que en el universo de los seres
aún no se había consumado su escisión”. Queda claro que la pintura del croata excusa
el largo remontar de los siglos que nos separan de los dos Brueghel, viejo y joven.
Es obvio que en
El antropólogo en busca de las
inquietantes amazonas hay algo más que añoranzas del Jardín del Edén. Las
figuras humanas de la escena, tocadas por una pátina grisácea que las hace
contrastar con los verdes vivos de la fronda y los diversos colores florales, parecen
encarnar la idea secular —quién sabe si el deseo— de la homogeneidad de la
condición humana. Pero no es todo: también está, de presente, la noción de la
reflexividad etnográfica. A pesar del trazado realista de las figuras de nativas
y antropólogo, su representación se inscribe en el terreno de lo no natural, en
el campo de la lógica enrarecida: los humanos no solo son grises, sino que
además —como si se tratara de un cuadro de Henri Rousseau— son más pequeños que
las flores; tanto, que da la impresión de que pueden escaparse, como insectos,
por los intersticios del matorral que los rodea. La conclusión se impone: la
reunión de unas y otro —ellas, que vivían en la selva sin temer que un
científico pudiera robar su televisor, y él, que vegetaba en su universidad sin
necesidad de someterse a la picadura de los mosquitos— se traduce en el surgimiento de una nueva
entidad. La interacción que une a etnógrafo y amazonas arranca a cada uno de su “naturaleza
cultural” y los obliga a hacer parte de una simbiosis inédita en la que nadie
parece conocer los códigos. A decir verdad, y a pesar de los monos risueños y los
pájaros obesos, tampoco hay inocencia en las imágenes selváticas del “Aduanero”
Rousseau.
De vuelta a
las caricaturas sobre el oficio etnográfico, habría que recordar una que dibuja
la típica familia indígena con cinco personajes: el padre, la madre, dos hijos
y un antropólogo. Lo cierto es que esa broma sobre la impertinencia de los
colegas no alcanza a disimular lo vano que resulta el esfuerzo de naturalizar
lo que no es natural. Porque, a fin de cuentas, nada hay tan extraño como la escena
de un antropólogo en campo; todo allí se antoja tan fuera de lugar que no
alcanza a saberse si el estudioso de lo humano ha ido hasta la aldea remota —el
far side— para propiciar su
enrarecimiento o, paradójicamente, para repararlo. Logra entenderse que un tema
tan complejo, en exceso sui géneris, solo haya merecido la atención de la
vanguardia pictórica.
La inspección médica (1894). Henri de Toulouse-Lautrec (1864-1901) |