Casa de locos (1819). Francisco de Goya (1746-1828) |
Entre las páginas de la vasta obra de Claude Lévi-Strauss
destacan aquellas de Tristes trópicos (1955)
en que se describe el arribo del etnógrafo a una aldea de indios tupí-kawaíb; y
no tanto porque, para dar una idea de lo virginal que era ese rincón selvático,
se recurra al motivo clásico de los pájaros que no huían al paso de los hombres,
sino por la gallarda acusación que se hace el propio autor al reconocer el
exotismo que malogra su visión de los nativos: “Tan próximos a mí como una
imagen en el espejo, podía tocarlos, pero no comprenderlos. Recibía al mismo
tiempo mi recompensa y mi castigo: ¿no era culpa mía y de mi profesión suponer
que hay hombres que no son hombres? ¿Que algunos merecen más interés y atención
porque el color de su piel y sus costumbres nos asombran? Con sólo que logre
adivinarlos, perderán su cualidad de extraños; y tanto me habría valido
permanecer en mi aldea. O bien, como en este caso, conservar esa cualidad; y
entonces de nada me sirve, puesto que no soy capaz de aprehender qué los hace
tales”. Lo que más gratifica en esas líneas es la franqueza con que se pondera
la actitud del antropólogo; difícilmente podría superarse ese mea culpa, como no sea en esta
pintoresca admonición de Clyde Kluckhohn: “El antropólogo es una persona que
está lo bastante mal de la cabeza para estudiar a sus semejantes”.
Si en los libros sagrados de la disciplina ―allí donde el
antropólogo está llamado a ocupar el límpido estatus del héroe― las imágenes escépticas
son de tal contundencia, resulta pavoroso pensar en lo que podría ocurrir con el
científico de lo humano en el universo exterior de los libros profanos; por
ejemplo en la literatura, donde la propensión a la tipificación deviene no
pocas veces en caricatura mordaz. En una novela latinoamericana de los primeros
días del indigenismo, Raza de bronce (1919)
del boliviano Alcides Arguedas, el antropólogo que anda “mal de la cabeza” aparece encarnado en un joven
universitario paceño que, de vacaciones en una hacienda vecina al Titicaca,
distrae sus ocios interrogando a los nativos sobre sus tradiciones; y por más
que la impresión de uno de los lugareños acerca de este etnógrafo sea positiva
―con alguna ternura le reconoce su talante solidario―, es claro que su
ocupación y propósitos son vistos como absurdos: “El otro día [el patrón] le
dio con un palo a mi hijo mayor, y acaso habría concluido con él si no se
hubiese interpuesto ese joven flaco que siempre nos está preguntando cómo nos
casamos, quiénes son nuestros abuelos, de dónde venimos, y otras cosas raras.
Ha de ser algún loco […] Pero un loco bueno”.
Una
imagen mucho más dramática del extravío antropológico se ofrece en La vida instrucciones de uso (1978),
novela del francés Georges Perec. Uno de sus múltiples personajes es el
etnógrafo Marcel Appenzzell, un discípulo de Bronislaw Malinowski que viaja a
Sumatra con el objeto de investigar la misteriosa tribu de los orang-kubus,
radicada en una selva poco menos que impenetrable. Tras 71 meses de haber
comenzado su aventura, una cuadrilla de mineros lo encuentra a la vera de un
río en estado de lastimero abandono: va vestido con harapos, pesa 29 kilos, ha
perdido el uso de la palabra y está, casi, reducido a la invalidez: “sus pies
parecían dos masas córneas cubiertas de profundas grietas”. Después de una
lenta y dolorosa recuperación, y ad portas de compartir sus descubrimientos con
la comunidad científica, Appenzzell huye y se interna nuevamente en el corazón
de Sumatra, sin importarle los sufrimientos pasados y por completo ajeno al
desprecio que supieron expresarle los orang-kubus, según consta en una carta del
etnógrafo a su madre: “preferían enfrentarse con los tigres y los volcanes, los
pantanos, las brumas irrespirables, los elefantes, las arañas mortíferas antes
que con los hombres”. Igualmente absurdo es el regreso de Nigel Barley, autor
de El antropólogo inocente (1983), a
la aldea dowayo en que tiritó de fiebre y perdió varios dientes en pago de un
rito que jamás pudo presenciar. Pero el dibujo de Perec no solo reinterpreta la
demencia antropológica: también ―o sobre todo― pone de relieve el infinito desamparo
y la rotunda miseria que padece quien abandona su casa con el temerario
propósito de jugar a ser otro en el extremo opuesto del mundo, “uno más” a
miles de kilómetros del cálido hogar.
El
tríptico de las apariciones equívocas de los antropólogos en la literatura
viene a completarse con un pasaje de “Mi vida con el chamán” (1984), poema en
prosa del colombiano Jaime Jaramillo Escobar. Un hombre que ha decidido
radicarse en una tribu de “caníbales” ve cómo llega a ella un equipo de
antropólogos; concretamente, los que pusieron las bases para el estudio de la
ciencia del hombre en Medellín: “Jorge Montoya Toro y Graciliano Arcila Vélez
aparecieron una vez en aquella tribu. Se presentaron como etnólogos y
antropólogos de la Universidad de Antioquia. Llevaban acompañantes con la
grabadora, la filmadora, las cámaras fotográficas, todo un equipo inútil y
risible. Pero lo más risible de todo eran el chaleco, el saco y la corbata con
alfiler de Jorge Montoya Toro. No sé si lo recuerde. Nunca lo volví a ver. Él
no me vio, claro está. Yo era un indio como todos, sólo un poco más blanco. Además,
él no se daba cuenta de nada”. No podría ofrecerse un cuadro más nítido de la
infatuación humana: confiado en su título pomposo y en su magnífico arsenal
técnico, el antropólogo cree superfluo aguzar los sentidos en la propia entraña
de la vida nativa; parece estar convencido de que todo viene resuelto,
automáticamente, por la sola aristocracia universitaria.
Los
antropólogos se han hecho expertos en desentrañar las maneras como los hombres
de diversas latitudes ven el mundo y se ven a sí mismos, pero solo
ocasionalmente se han preguntado por las formas y colores que a ellos, en tanto
alienígenas, les confiere la perspectiva nativa. Uno de los primeros en
intentarlo fue Malinowski, quien en 1922 escribió sobre el estatus que le adjudicaban
los habitantes de las islas Amphlett, para quienes, al parecer, el intruso valía lo mismo
que los tarados y las mujeres viejas. Se entiende que, después de semejante
revelación, los colegas del etnógrafo polaco se hubieran entregado al mismo
ejercicio con reserva; quizá prefirieron que se encargaran de ello los
literatos, cuyas verdades suelen tomarse por embustes.
El pelele (1792). Francisco de Goya (1746-1828) |