sábado, 13 de diciembre de 2014

Locos, pobres y tontos



Casa de locos (1819). Francisco de Goya (1746-1828)


Entre las páginas de la vasta obra de Claude Lévi-Strauss destacan aquellas de Tristes trópicos (1955) en que se describe el arribo del etnógrafo a una aldea de indios tupí-kawaíb; y no tanto porque, para dar una idea de lo virginal que era ese rincón selvático, se recurra al motivo clásico de los pájaros que no huían al paso de los hombres, sino por la gallarda acusación que se hace el propio autor al reconocer el exotismo que malogra su visión de los nativos: “Tan próximos a mí como una imagen en el espejo, podía tocarlos, pero no comprenderlos. Recibía al mismo tiempo mi recompensa y mi castigo: ¿no era culpa mía y de mi profesión suponer que hay hombres que no son hombres? ¿Que algunos merecen más interés y atención porque el color de su piel y sus costumbres nos asombran? Con sólo que logre adivinarlos, perderán su cualidad de extraños; y tanto me habría valido permanecer en mi aldea. O bien, como en este caso, conservar esa cualidad; y entonces de nada me sirve, puesto que no soy capaz de aprehender qué los hace tales”. Lo que más gratifica en esas líneas es la franqueza con que se pondera la actitud del antropólogo; difícilmente podría superarse ese mea culpa, como no sea en esta pintoresca admonición de Clyde Kluckhohn: “El antropólogo es una persona que está lo bastante mal de la cabeza para estudiar a sus semejantes”.
        Si en los libros sagrados de la disciplina ―allí donde el antropólogo está llamado a ocupar el límpido estatus del héroe― las imágenes escépticas son de tal contundencia, resulta pavoroso pensar en lo que podría ocurrir con el científico de lo humano en el universo exterior de los libros profanos; por ejemplo en la literatura, donde la propensión a la tipificación deviene no pocas veces en caricatura mordaz. En una novela latinoamericana de los primeros días del indigenismo, Raza de bronce (1919) del boliviano Alcides Arguedas, el antropólogo que anda “mal de la cabeza” aparece encarnado en un joven universitario paceño que, de vacaciones en una hacienda vecina al Titicaca, distrae sus ocios interrogando a los nativos sobre sus tradiciones; y por más que la impresión de uno de los lugareños acerca de este etnógrafo sea positiva ―con alguna ternura le reconoce su talante solidario―, es claro que su ocupación y propósitos son vistos como absurdos: “El otro día [el patrón] le dio con un palo a mi hijo mayor, y acaso habría concluido con él si no se hubiese interpuesto ese joven flaco que siempre nos está preguntando cómo nos casamos, quiénes son nuestros abuelos, de dónde venimos, y otras cosas raras. Ha de ser algún loco […] Pero un loco bueno”.
        Una imagen mucho más dramática del extravío antropológico se ofrece en La vida instrucciones de uso (1978), novela del francés Georges Perec. Uno de sus múltiples personajes es el etnógrafo Marcel Appenzzell, un discípulo de Bronislaw Malinowski que viaja a Sumatra con el objeto de investigar la misteriosa tribu de los orang-kubus, radicada en una selva poco menos que impenetrable. Tras 71 meses de haber comenzado su aventura, una cuadrilla de mineros lo encuentra a la vera de un río en estado de lastimero abandono: va vestido con harapos, pesa 29 kilos, ha perdido el uso de la palabra y está, casi, reducido a la invalidez: “sus pies parecían dos masas córneas cubiertas de profundas grietas”. Después de una lenta y dolorosa recuperación, y ad portas de compartir sus descubrimientos con la comunidad científica, Appenzzell huye y se interna nuevamente en el corazón de Sumatra, sin importarle los sufrimientos pasados y por completo ajeno al desprecio que supieron expresarle los orang-kubus, según consta en una carta del etnógrafo a su madre: “preferían enfrentarse con los tigres y los volcanes, los pantanos, las brumas irrespirables, los elefantes, las arañas mortíferas antes que con los hombres”. Igualmente absurdo es el regreso de Nigel Barley, autor de El antropólogo inocente (1983), a la aldea dowayo en que tiritó de fiebre y perdió varios dientes en pago de un rito que jamás pudo presenciar. Pero el dibujo de Perec no solo reinterpreta la demencia antropológica: también ―o sobre todo― pone de relieve el infinito desamparo y la rotunda miseria que padece quien abandona su casa con el temerario propósito de jugar a ser otro en el extremo opuesto del mundo, “uno más” a miles de kilómetros del cálido hogar.
        El tríptico de las apariciones equívocas de los antropólogos en la literatura viene a completarse con un pasaje de “Mi vida con el chamán” (1984), poema en prosa del colombiano Jaime Jaramillo Escobar. Un hombre que ha decidido radicarse en una tribu de “caníbales” ve cómo llega a ella un equipo de antropólogos; concretamente, los que pusieron las bases para el estudio de la ciencia del hombre en Medellín: “Jorge Montoya Toro y Graciliano Arcila Vélez aparecieron una vez en aquella tribu. Se presentaron como etnólogos y antropólogos de la Universidad de Antioquia. Llevaban acompañantes con la grabadora, la filmadora, las cámaras fotográficas, todo un equipo inútil y risible. Pero lo más risible de todo eran el chaleco, el saco y la corbata con alfiler de Jorge Montoya Toro. No sé si lo recuerde. Nunca lo volví a ver. Él no me vio, claro está. Yo era un indio como todos, sólo un poco más blanco. Además, él no se daba cuenta de nada”. No podría ofrecerse un cuadro más nítido de la infatuación humana: confiado en su título pomposo y en su magnífico arsenal técnico, el antropólogo cree superfluo aguzar los sentidos en la propia entraña de la vida nativa; parece estar convencido de que todo viene resuelto, automáticamente, por la sola aristocracia universitaria.
        Los antropólogos se han hecho expertos en desentrañar las maneras como los hombres de diversas latitudes ven el mundo y se ven a sí mismos, pero solo ocasionalmente se han preguntado por las formas y colores que a ellos, en tanto alienígenas, les confiere la perspectiva nativa. Uno de los primeros en intentarlo fue Malinowski, quien en 1922 escribió sobre el estatus que le adjudicaban los habitantes de las islas Amphlett, para quienes, al parecer, el intruso valía lo mismo que los tarados y las mujeres viejas. Se entiende que, después de semejante revelación, los colegas del etnógrafo polaco se hubieran entregado al mismo ejercicio con reserva; quizá prefirieron que se encargaran de ello los literatos, cuyas verdades suelen tomarse por embustes.


El pelele (1792).
Francisco de Goya (1746-1828)

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