Cóndor (1987). Alejandro Obregón (1920-1992) |
Entre los antropólogos colombianos sin título, pocos han
alcanzado la talla del médico y escritor Manuel Zapata Olivella, nacido en Santa
Cruz de Lorica en 1920 y muerto en Bogotá hace diez años exactos, el 19 de
noviembre de 2004. Tanto en sus novelas como en sus ensayos, este intelectual caribeño
plasmó imágenes finamente etnográficas de la vida de los negros en América, al
mismo tiempo que escarbó profundamente en una historia ancestral que el mero
convencionalismo había dejado amarrada a los puertos antillanos rebosantes de
africanos encadenados.
De la
importancia de la obra escrita del loriquero habla claramente la difusión que
tuvieron sus libros antes de que los contubernios editoriales coparan el
escenario de la literatura colombiana. Todavía hasta los años ochenta solían
incluirse, en el plan obligatorio de lecturas de no pocos colegios, novelas
como Tierra mojada (1947) y Chambacú, corral de negros (1963); la
primera empeñada en contar la lucha contra el hambre y el capitalismo librada
por un pueblo de arroceros sinuanos, y la segunda preocupada por radiografiar
la pobreza de los barrios afro de Cartagena, pisoteados por las opresivas botas del Ejército. En los últimos
años de ese boom escolar alcanzó a
brillar la más bíblica de las novelas de Zapata Olivella, Changó el Gran Putas (1983), ambiciosa al punto de querer
reconstruir los pasos seculares de la diáspora africana entre la vida mística
de los bantú y la brega contemporánea
de sus hijos en América. Otras novelas de la misma pluma ya habían hecho ruido
desde décadas atrás: La calle 10 (1960),
quizá la primera novela colombiana propiamente cinematográfica; Detrás del rostro (1962), ganadora del
que por entonces era el Nobel de literatura criollo, el Premio Esso de Novela;
y En Chimá nace un santo (1963), una historia
magistral sobre los furores de la religiosidad popular, segunda en el Premio
Biblioteca Breve de 1962 tras la estela rutilante de La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa.
En las miles
de páginas de esas y otras novelas sobre negros, mestizos y campesinos queda
inscrito, pues, un vigoroso testamento de antropología aplicada. Sin embargo,
en la medida en que se trata de páginas de ficción, faltan en ellas los guiños explícitos
a la erudición libresca propia de la ciencia del hombre. Quizá solo una de las
novelas de madurez de Zapata Olivella, Hemingway,
el cazador de la muerte (1993), se da el lujo de combinar drama y tratado científico,
toda vez que, en una hipotética aventura de cacería del bizarro escritor
norteamericano, el narrador se toma el trabajo de apelar a los informes de
Donald Johanson para extraer de ellos a su famosa australopithecus "Lucy" y hacerla personaje. Pero fue en el revés de la ficción donde el escritor loriquero radicó
la que, acaso, sea su más clásica disertación antropológica: el ensayo
“Indianidad y africanidad en la génesis del hombre americano”, escrito para ser
presentado en el XLV Congreso
Internacional de Americanistas celebrado en Bogotá, en la Universidad de los
Andes, en 1985. No solo ocurre que Zapata Olivella, en esas cuartillas, rinde
tributo a Paul Rivet ―padre
de la etnología colombiana―;
también sucede que, con base en los datos consignados por el francés en Los orígenes del hombre americano (1943), el escritor ejecuta el gesto por
excelencia antropológico de retraer el presente a sus orígenes, en este caso
con la interesada pretensión de proponer que los ancestros de los americanos
son los pueblos negroides de Melanesia, a su vez alimentados por oleadas
africanas. Escribe Zapata Olivella con mano firme: “…no solo los orígenes del
hombre americano tienen, como se ha demostrado, ancestros africanos o negros,
sino que también las llamadas razas puras, sean estas caucásicas o mongólicas,
no están exentas en mayor o menor proporción de esta consanguinidad”. En suma,
todos somos negros.
En cuanto al
influjo de Rivet, algo más que sus huellas etnológicas son perceptibles en los
escritos de Zapata Olivella. También lo es la consabida proclama antirracista
del francés, de la cual son nítida manifestación las líneas postreras de Los orígenes del hombre americano, en su
advertencia de que los hombres de todas las latitudes deben asimilarse como
hermanos “sea cual fuere el color de su piel o la forma de sus cabellos”. El
escritor colombiano, ya desde su juventud, había rodado por los caminos de
América con la misma idea en la cabeza, según lo deja ver uno de sus libros más
conmovedores y, al mismo tiempo, relegados en los anaqueles del olvido: la
memoria de viaje He visto la noche (1952),
testimonio de la famélica peregrinación de Zapata Olivella por Estados Unidos,
de costa a costa y de norte a sur, hasta dar en la propia guarida del
Ku-Klux-Klan. La indignación que le suscitan los mil desplantes
segregacionistas de una sociedad enferma lo lleva a reforzar, con ribetes de
sarcasmo, la elocuencia pacifista de Rivet: “No me cupo duda de que aquellos
que me arrojaban de tal modo debían ser unos jumentos disfrazados de humanos y
me dio risa verlos imitar simiescamente al hombre civilizado. No me hirió su
desprecio: estaba muy por encima de su imbecilidad y reí con una fuerza negra,
abierta y jacarandosa, que debieron sentir como un insulto”.
Manuel Zapata Olivella fue
eclipsado, durante buena parte de su vida, por la fama asfixiante de Gabriel
García Márquez. Al morir habitaba, solitario, un cuarto de hotel, y en su
póstumo legado quedaron incluidas no solo sus cuartillas sino, también, una cuenta
de cobro que sus deudos no pudieron pagar. Para colmo, en la década corrida
desde su muerte, las hojas secas del olvido han ido cayendo lenta pero
inexorablemente sobre su tumba, de modo que los colombianos más jóvenes han
terminado por hacerse a la idea de que el negro más ilustre de la historia
reciente del país es el delantero Faustino Asprilla. Alguien debería enseñarles
quién era el escritor de Lorica, y hacerlo con una de las frases que él mismo
empleó para ensalzar a Rivet: “Perteneció […] a esa otra raza de hombres,
etnológicamente no descrita por la antropología, los sabios”.El último cóndor (1982). Alejandro Obregón (1920-1992) |