miércoles, 19 de noviembre de 2014

El Gran Putas



Cóndor (1987). Alejandro Obregón (1920-1992)


Entre los antropólogos colombianos sin título, pocos han alcanzado la talla del médico y escritor Manuel Zapata Olivella, nacido en Santa Cruz de Lorica en 1920 y muerto en Bogotá hace diez años exactos, el 19 de noviembre de 2004. Tanto en sus novelas como en sus ensayos, este intelectual caribeño plasmó imágenes finamente etnográficas de la vida de los negros en América, al mismo tiempo que escarbó profundamente en una historia ancestral que el mero convencionalismo había dejado amarrada a los puertos antillanos rebosantes de africanos encadenados.
        De la importancia de la obra escrita del loriquero habla claramente la difusión que tuvieron sus libros antes de que los contubernios editoriales coparan el escenario de la literatura colombiana. Todavía hasta los años ochenta solían incluirse, en el plan obligatorio de lecturas de no pocos colegios, novelas como Tierra mojada (1947) y Chambacú, corral de negros (1963); la primera empeñada en contar la lucha contra el hambre y el capitalismo librada por un pueblo de arroceros sinuanos, y la segunda preocupada por radiografiar la pobreza de los barrios afro de Cartagena, pisoteados por las opresivas botas del Ejército. En los últimos años de ese boom escolar alcanzó a brillar la más bíblica de las novelas de Zapata Olivella, Changó el Gran Putas (1983), ambiciosa al punto de querer reconstruir los pasos seculares de la diáspora africana entre la vida mística de los bantú y la brega contemporánea de sus hijos en América. Otras novelas de la misma pluma ya habían hecho ruido desde décadas atrás: La calle 10 (1960), quizá la primera novela colombiana propiamente cinematográfica; Detrás del rostro (1962), ganadora del que por entonces era el Nobel de literatura criollo, el Premio Esso de Novela; y En Chimá nace un santo (1963), una historia magistral sobre los furores de la religiosidad popular, segunda en el Premio Biblioteca Breve de 1962 tras la estela rutilante de La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa.
        En las miles de páginas de esas y otras novelas sobre negros, mestizos y campesinos queda inscrito, pues, un vigoroso testamento de antropología aplicada. Sin embargo, en la medida en que se trata de páginas de ficción, faltan en ellas los guiños explícitos a la erudición libresca propia de la ciencia del hombre. Quizá solo una de las novelas de madurez de Zapata Olivella, Hemingway, el cazador de la muerte (1993), se da el lujo de combinar drama y tratado científico, toda vez que, en una hipotética aventura de cacería del bizarro escritor norteamericano, el narrador se toma el trabajo de apelar a los informes de Donald Johanson para extraer de ellos a su famosa australopithecus "Lucy" y hacerla personaje. Pero fue en el revés de la ficción donde el escritor loriquero radicó la que, acaso, sea su más clásica disertación antropológica: el ensayo “Indianidad y africanidad en la génesis del hombre americano”, escrito para ser presentado en el XLV Congreso Internacional de Americanistas celebrado en Bogotá, en la Universidad de los Andes, en 1985. No solo ocurre que Zapata Olivella, en esas cuartillas, rinde tributo a Paul Rivet ―padre de la etnología colombiana―; también sucede que, con base en los datos consignados por el francés en Los orígenes del hombre americano (1943), el escritor ejecuta el gesto por excelencia antropológico de retraer el presente a sus orígenes, en este caso con la interesada pretensión de proponer que los ancestros de los americanos son los pueblos negroides de Melanesia, a su vez alimentados por oleadas africanas. Escribe Zapata Olivella con mano firme: “…no solo los orígenes del hombre americano tienen, como se ha demostrado, ancestros africanos o negros, sino que también las llamadas razas puras, sean estas caucásicas o mongólicas, no están exentas en mayor o menor proporción de esta consanguinidad”. En suma, todos somos negros.
        En cuanto al influjo de Rivet, algo más que sus huellas etnológicas son perceptibles en los escritos de Zapata Olivella. También lo es la consabida proclama antirracista del francés, de la cual son nítida manifestación las líneas postreras de Los orígenes del hombre americano, en su advertencia de que los hombres de todas las latitudes deben asimilarse como hermanos “sea cual fuere el color de su piel o la forma de sus cabellos”. El escritor colombiano, ya desde su juventud, había rodado por los caminos de América con la misma idea en la cabeza, según lo deja ver uno de sus libros más conmovedores y, al mismo tiempo, relegados en los anaqueles del olvido: la memoria de viaje He visto la noche (1952), testimonio de la famélica peregrinación de Zapata Olivella por Estados Unidos, de costa a costa y de norte a sur, hasta dar en la propia guarida del Ku-Klux-Klan. La indignación que le suscitan los mil desplantes segregacionistas de una sociedad enferma lo lleva a reforzar, con ribetes de sarcasmo, la elocuencia pacifista de Rivet: “No me cupo duda de que aquellos que me arrojaban de tal modo debían ser unos jumentos disfrazados de humanos y me dio risa verlos imitar simiescamente al hombre civilizado. No me hirió su desprecio: estaba muy por encima de su imbecilidad y reí con una fuerza negra, abierta y jacarandosa, que debieron sentir como un insulto”.
        Manuel Zapata Olivella fue eclipsado, durante buena parte de su vida, por la fama asfixiante de Gabriel García Márquez. Al morir habitaba, solitario, un cuarto de hotel, y en su póstumo legado quedaron incluidas no solo sus cuartillas sino, también, una cuenta de cobro que sus deudos no pudieron pagar. Para colmo, en la década corrida desde su muerte, las hojas secas del olvido han ido cayendo lenta pero inexorablemente sobre su tumba, de modo que los colombianos más jóvenes han terminado por hacerse a la idea de que el negro más ilustre de la historia reciente del país es el delantero Faustino Asprilla. Alguien debería enseñarles quién era el escritor de Lorica, y hacerlo con una de las frases que él mismo empleó para ensalzar a Rivet: “Perteneció […] a esa otra raza de hombres, etnológicamente no descrita por la antropología, los sabios”.



El último cóndor (1982). Alejandro Obregón (1920-1992)


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