Consejo de la oruga (1969). Salvador Dalí (1904-1989) |
Para Luchito Vidal
Se diría que los antropólogos, de la misma manera que los
magos con sus trucos, solo se ponen en la tarea de escribir cuando saben de
antemano que tienen algo notable para mostrar a los demás; algo como el orden
secreto que subyace en algún fragmento de la “realidad”, al decir del colega
español Joan Mira, quien da con ese rasgo al considerar ―con no poco despecho― que a los científicos de lo humano, por
líricos que sean, no les está permitido inventar los mundos que les vengan en gana.
Con todo, sí les está permitido a los antropólogos relatar sus fracasadas
empresas sin botín científico, según ha conseguido mostrarlo ―del modo más
escarnecedor― el inglés Nigel Barley.
En el planeta académico son muy pocos
los estudiantes de antropología que no han puesto alguna vez sus ojos sobre El antropólogo inocente. Notas desde una
choza de barro (1983), la regocijante crónica en que Barley cuenta su
accidentado viaje a las montañas de Camerún; concretamente, a una aldea de
nativos dowayo en donde no le fue dado observar el rito de la circuncisión que
convertía a los jóvenes en adultos. Con fino humor negro, el autor británico
cuenta cómo deliró por la fiebre y perdió casi todos sus dientes, sin que ello
pudiera entenderse como el precio a pagar por una rutilante revelación
etnográfica. La epifanía nunca llegó, y de ahí que Barley tuviera que
conformarse con hacer de su libro una especie de homilía metodológica destinada
a neutralizar el excesivo optimismo de quienes abordan el trabajo de campo como
si se tratara de una aventura entrañable o del rito iniciático de los
antropólogos más ilustrados, “santos de la Iglesia británica de la
excentricidad” en palabras del cronista.
Mucho más curiosa, por tratarse de una
empresa más vacía ―una que ya no advierte sobre la fanfarronería de los
etnógrafos―, resulta ser la segunda parte de las aventuras de Barley, Una plaga de orugas. El antropólogo inocente
regresa a la aldea africana (1986). Con renovada candidez, el viajero
retorna a la aldea dowayo para presenciar el rito de la circuncisión, pero una
vez más sus ilusiones se ven frustradas: se ha malogrado la cosecha de mijo, y
sin cosecha no hay ceremonia de iniciación masculina. El lector casi podría
haber previsto el funesto desenlace, pues la lógica que subyace al cumplimiento
de las pruebas en Occidente depara el éxito solo a las intentonas impares,
sobre todo la primera ―la hazaña absoluta que da una idea de la talla de los
héroes― o la tercera ―por aquello de que “la tercera es la vencida”―. Pero
Barley, quien realmente no tiene un pelo de inocencia en su cabeza plateada, ya
había dispuesto, capítulos atrás, una trampa que lleva al lector a entusiasmarse
con la perspectiva de que por fin va a alcanzarse el botín por tantas páginas
aplazado. Esa trampa era documentar, previamente, otro fracaso etnográfico: uno
en que el antropólogo toma por mastectomía ritual lo que no es más que el
defecto congénito de una familia ninga. La lógica que, por esa vía, mueve al
lector a engaño, es la misma que el pueblo colombiano ha consolidado en aquella
contundente máxima de que “al perro no lo capan dos veces”. Pero una cosa es un
perro, y otra un antropólogo.
El segundo libro de Nigel Barley es,
acaso, la mejor historia que se ha contado sobre el rito no visto y, en
términos generales, sobre el dato no encontrado. El autor recurre a esa
perspectiva para apuntalar la originalidad de sus párrafos: “En la
investigación antropológica, al igual que en otras áreas de la actividad
académica, se concede poco valor a las conclusiones negativas, al
descubrimiento de caminos falsos, a la demostración de extremos sin salida, a
las fiestas no presenciadas. Decididamente, era una situación difícil de manejar.
Por mi parte, yo no tenía la impresión de que el viaje hubiera sido
infructuoso”. Sin duda que no lo ha sido, pues el viaje y su relato han
permitido llevar a la bibliografía antropológica uno de los libros más realistas
en la larga historia de la ciencia del hombre, ni más ni menos como las arduas
historias de Balzac significaron el fin de los grandilocuentes novelones del
romanticismo europeo. El gran símbolo de la contingencia contra la que chocan
una y otra vez las ilusiones de los antropólogos son, precisamente, las orugas,
cuya voracidad maldita es la culpable de que la cosecha de mijo se haya echado
a perder; por eso se las consagra en el título, sin importar que su actuación
se reduzca, más adelante, a una sola página. Por lo demás, la aparición de las
insaciables criaturas, con su resultado nefasto, viene a justificar la
estructura aparentemente fragmentaria de un libro cuyos episodios, de lo puro
deshilvanados, se antojaban como otros tantos libros en embrión. Lo cierto es
que esa armazón no podría revelar mejor ajuste, pues solo cuando se habla
sistemáticamente de lo innecesario se puede llegar, convincentemente, a la
revelación de la nada.
La ortodoxia antropológica no ve con
buenos ojos las confesiones de fracaso de los iniciados. Bronislaw Malinowski,
solo porque admitió no haber puesto un pie en las islas de la mitad oriental
del anillo Kula, mereció de Robert
Lowie el feroz rótulo de “etnógrafo provinciano”, y de hecho hubo quien dijera
que Los argonautas del Pacífico
occidental (1922) no había sido otra cosa que “una útil adición a la
literatura”. Allí está el quid, justamente: se etiqueta como literarios a los libros
antropológicos que confiesan el fracaso del etnógrafo, tal como ha sucedido
plenamente con los diarios de Malinowski y como, en cierto sentido, ha ocurrido
con Claude Lévi-Strauss y Tristes
trópicos (1955), libro “inclasificable” en que el gran estructuralista se
acusa de haberse internado por el chaco brasileño imaginando que no eran
hombres los hombres que lo habitaban. Todo eso explica por qué a Nigel Barley,
franco hasta el cinismo, no se lo relaciona con E. E. Evans-Pritchard sino con
Evelyn Waugh, autor de un libro clásico del humor inglés en el ámbito africano,
Merienda de negros (1932). Quizá se
abusa de lo que ese título puede tener en común con el festín de las orugas.
El antropólogo que escribe sobre sus
reveses es tan antropólogo como el que prepara un libro ordenado con conclusiones
felices. De hecho, quizá este último esté más cerca de sucumbir ante el poder del discurso
y diluirse como hombre, de acuerdo con Barley: “Escribir un informe es tarea
peligrosa. Una vez escrito se convierte en trabajo de campo per se y adquiere vida propia. Se hace
imposible pensar en que uno lo ha hecho de otra manera”. Desde los lejanos tiempos de Edward B. Tylor sabemos que de lo que se trata en
la ciencia del hombre es, justamente, de conocer todas las maneras.La Reina de Croquet Ground (1969). Salvador Dalí (1904-1989) |