Antes del juego (1973). Claudio Bravo (1936-2011) |
Entre los amantes del fútbol y la literatura se ha hecho memorable aquella confesión de Albert Camus de que su conocimiento de la condición humana lo debía, en buena parte, al fútbol. Sin embargo, el escritor y antiguo portero del RUA de la Universidad de Argel no es muy claro sobre lo que aprendió concretamente, pues en un opúsculo breve y distraído apenas sugiere un par de conclusiones sobre el balón, que “nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga”, y sobre la manera “sin trampas” como deben asumirse las revanchas. Es necesario, en consecuencia, que un antropólogo arroje más luz sobre los secretos humanos que se esconden en la cancha.
Mucho antes de que los escenarios de la ciencia del hombre fueran invadidos por los sosos estudios contemporáneos sobre la naturaleza tribal de las “barras bravas”, el antropólogo brasileño Roberto Cardoso de Oliveira había tenido la oportunidad de incluir un partido de fútbol nativo entre sus apuntes etnográficos, y ello con miras a extraer de él conclusiones dignas de un tratado universitario. Ello ocurrió en 1955, cuando Cardoso de Oliveira visitó varias aldeas del Mato Grosso habitadas por los indios terêna, con la idea de diagnosticar las relaciones entre la gestión estatal y la “agencia” indígena. En el año 2002, mucho tiempo después de que los académicos hubieran leído y subrayado las arduas monografías nacidas de esa experiencia, el etnógrafo decidió publicar sus diarios de campo, con la idea de alimentar la curiosidad de los jóvenes indios contemporáneos sobre el pasado reciente de sus comunidades. Debió decir, asimismo, que sus apuntes en terreno también dejan conocer contornos insospechados de la práctica del fútbol en el país en que ―a pesar del 1-7 contra Alemania― todavía se tiene a ese deporte por la más encendida pasión nacional.
En la aldea de Cachoeirinha, los terêna solían jugar de la misma manera que se hace en cualquiera de nuestros barrios: a lo largo de una calle, solo que las de aquel caserío no eran de rasposo asfalto sino que estaban cubiertas de grama inglesa, de modo tal que, cuando no había partido, los caballos y el ganado en general señoreaban en ellas. El clásico regional ―o, más exactamente, veredal― lo jugaban los terêna contra los purutuias, que era como los nativos llamaban a los colonos de ascendencia portuguesa, y cuyo enclave más cercano era la aldea de Duque Estrada. Los de Cachoeirinha jugaban mucho mejor, por más que ―según el etnógrafo― no conocieran tácticas de ninguna clase. A cambio de eso jugaban con “inspiración e intensa alegría”; las palabras de Cardoso de Olivieira dejan ver que su estilo era el de Arjen Robben: “difícilmente harán más de dos pases, aunque hacen una correría con la bola a los pies y muestran mucha habilidad técnica”.
El 9 de octubre de 1955 se jugó un partido especialmente intenso entre terênas y purutuias. Estos, cansados de morder el polvo en cada enfrentamiento, pactaron un juego contra el tercer equipo de los indígenas. Los terêna aceptaron, pero no vieron ningún inconveniente en reforzarse con el capitán y crack del primer equipo, Alcides, quien tomó el lugar de Arlindo sin importar que este fuera hijo de un teniente de la Policía Indígena. El reclamo de los de Duque Estrada se sofocó en vista de un argumento político: como Alcides era un líder comunitario por excelencia, los suyos tenían en derecho de apelar a él para llevar a cabo cualquier proyecto colectivo. Los purutuias pusieron todo su tesón en ganar el partido; cuenta Cardoso de Oliveira que “jugaron con absoluta seriedad y dispuestos a desquitarse de la derrota anterior”. Pero los terêna estaban por completo inmersos “en el proyecto de victoria”, lo cual no significaba para ellos dejar a un lado su alegría natural; por el contrario, disfrutaron el partido de principio a fin: “jugaban con una sonrisa permanente, riendo cuando alguno de ellos se equivocaba grotescamente […] En ningún momento percibí irritación ni rabia, ni siquiera cuando alguno de ellos era tratado de manera poco deportiva”. Ganaron por la mínima diferencia, con gol de Alcides. El etnógrafo consigna que el reemplazado Arlindo fue el primero en celebrarlo, pues estaba seguro de que sin el concurso del crack difícilmente hubieran vencido. Nada vale más que el triunfo del equipo.
En el “tercer tiempo” del partido, Cardoso de Oliveira llega a una conclusión profundamente antropológica: que lo que se ha materializado no es solo la confrontación de dos aldeas, sino “el encuentro de dos culturas”. Sobre todo una de ellas, la terêna, se particulariza en su manera de entender el juego y de realizarlo; porque no ocurre apenas que jueguen para regocijarse en el sentido más puro ―no con la hipocresía con que el malhumorado Alexis García, exmediocampista colombiano, habla de “divertirse en la cancha”―, sino que también se preocupan por plegarse a las reglas, sin importar que en ellas se hayan introducido las licencias políticas que permiten a un jugador del primer equipo participar en el tercero. Una vez han sido asumidas esas reglas, la identidad del grupo se afirma sobre el empeño de cumplirlas con toda corrección. Escribe el etnógrafo: “Testifiqué lo mucho que ellos quieren aprender las reglas para aplicarlas luego con la mayor ortodoxia. No engañan”. Se dirá que esta conclusión no difiere de aquella de Albert Camus sobre la necesidad de ganar sin trampa; sin embargo, Cardoso de Oliveira da un paso más adelante en el terreno de la diversidad cultural y, por ende, en el del pensamiento antropológico propiamente dicho: “Pienso que las reglas del juego son, para ellos, más o menos análogas, en su esencia, a las reglas […] que deben ser seguidas en las relaciones interétnicas”. De modo que se juega de una u otra manera solo porque se juega contra otro.
Es ya un lugar común en los mentideros futbolísticos quejarse del rigor de la “garra” charrúa o del espíritu “canchero” de los argentinos. Extrapoladas, las reflexiones de Roberto Cardoso de Oliveira justifican esos estilos a primera vista reprensibles, toda vez que los hacen ver como maneras de particularizar el reglamento en la relación con los rivales de otros confines del mundo. De modo que, en cierto sentido, el hallazgo del antropólogo brasileño justifica el Campeonato Mundial de Fútbol como el mejor escenario para la práctica de ese deporte, pues allí es donde, por excelencia, los jugadores pueden hacerse nobles o tramposos para honrar una bandera.
La fiesta (1982). Joan Miró (1893-1983) |