domingo, 20 de abril de 2014

El ocio del antropólogo



El camino de las penas (2010). Fernando Botero (1932)


Cuando se es antropólogo, la Semana Santa regala la oportunidad de ejercitar el ojo sin necesidad de abandonar la mesa del bar o café que, por costumbre o azar, se ha elegido para matar dulcemente las muchas horas de asueto. Entonces, en la inconsciencia que suele acompañar la devoción, se ejecuta con significativa precisión todo tipo de coreografías etnográficas, ya sea que las muchachas casaderas usen prendas del mismo color o que quienes destapan las cervezas en Viernes Santo lo hagan, invariablemente, dándole la espalda a la iglesia más cercana.
        Ni siquiera el ilustre Gregorio Hernández de Alba ―quien, entre los científicos colombianos, es el que mejor cabe en el estatus de fundador de la antropología en el país― se vio libre de la molicie de ser etnógrafo en medio del ocio santo. Así lo atestigua Popayán. Rincones de la ciudad (1953), un modesto cuaderno de crónicas y apuntes literarios oculto entre la fronda de las obras más conocidas de Hernández de Alba, ya se trate de su Etnología guajira (1935), sus pintorescos Cuentos de la Conquista (1937), sus anotaciones arqueológicas sobre San Agustín o sus discursos indigenistas. Entre los frescos apuntes hechos por el antropólogo bogotano en la capital del Cauca, uno de ellos, “Procesión”, está dedicado a un tema forzoso tratándose de aquel rancio bastión del catolicismo colombiano: la Semana Santa, de la cual escribió el cronista que su importancia no la tenía, en esa ciudad, “cualquiera otra manifestación de su vida en lo religioso, lo social, lo cultural o lo político”, y ello al extremo de que, por los días de la Independencia, alguien propuso honrar a Simón Bolívar celebrando una semana de pasión fuera del calendario eclesial.
        A pesar de su carácter literario y su espíritu disipado, la crónica “Procesión” está tocada por la gracia de la mirada antropológica; una gracia que, al decir del colega español Joan Mira, tiene que ver sobre todo con la capacidad para hacer ver el orden que subyace a todas las manifestaciones de la cultura. De un solo plumazo, Hernández de Alba establece la vocación nocturna de los eventos de la Semana Santa, cuya realización pide tener lugar solo cuando hayan acabado los estruendos profanos bajo el sol: “La procesión formal se hace de noche; y si alguna se sucede en el día da la sensación de algo apresurado, de un trasteo de cosas para arreglar una fiesta y que quisiera pasarse desapercibido”. Está claro que el realismo de que están preñadas las procesiones hace que las de Domingo de Ramos, Viacrucis y Resurrección se celebren hacia el medio día; pero también es perceptible que, en ellas, una pátina de mundanidad malogra buena parte de su boato. Desde la perspectiva de Hernández de Alba es evidente que el principal inconveniente que trae el día es el frenesí comercial a que se entregan los hombres: “De día es el trajín: […] es el visitar los museos eclesiásticos, y en la Universidad el de arte colonial, el etnológico, el de arte popular, ‘la tumba del indio’ y el zoológico; son el comprar, el vender, el visitar, el mirar, el deambular, el comer, el tomar, el fatigar el cuerpo como si se tratara de una penitencia”. En su interpretación, el antropólogo sabe, como enseñan los evangelios, que a Jesús lo irritaban los afanes de los mercachifles.
        Por supuesto, no se trata solo de que la erudición se apoye en la palabra de Dios. Desde su cómoda silla de café, Hernández de Alba se permite, con tanta agudeza como desenfado, aplicar las teorías de Émile Durkheim para encontrar un orden en las evoluciones caprichosas e hipócritas de la feligresía. Por más que, de acuerdo con la observación del bogotano, muchachos, viejas y vendedores protagonicen un barullo poco digno del recato procesionario, en todos ellos tiene vigencia la ecuación de lo sagrado y lo profano enunciada por el sabio francés; el sentimiento de lo sagrado se desplaza junto con las andas y compromete gradualmente a los devotos: “todo este roce bullicioso va siendo desplazado por algo extraño que se impone y que impresiona: por un ordenado silencio. ¿Quién lo impuso? ¡Nadie! Así que aparecieron dos barrenderos con sus escobas para quitar del paso los posibles peligros, las gentes se apresuraron a seguir adelante o se apiñaron contra los muros porque ya viene la procesión […]. Ya nadie se mueva ni nadie hable. Ya los perros no crucen calles, porque ahora es la procesión dueña de todo”. Puede imaginarse, con plena legitimidad, que incluso el etnógrafo interrumpió sus elucubraciones cuando los penitentes que cargaban los santos pasaron frente a su nariz.
        Con todo y su jocosidad, este apunte sobre la movilidad de la experiencia sagrada y aquel sobre la profana actividad comercial arrojan luz sobre un hecho etnográfico ―uno entre milestodavía vigente en otro rincón colombiano: en Ciudad Bolívar, municipio de Antioquia, donde el paso de las procesiones por el marco de la plaza central obliga a que las heladerías y cafés, sin despedir a su clientela, finjan el cierre a medida que avanza cada cortejo. Así se alejan los mercaderes del templo ambulante. Pero como las puertas, suspendidas a medio camino de la clausura real, no evitan que las emanaciones de lo sagrado se cuelen al interior de los bares, corresponde a los borrachos de turno erguirse con toda formalidad y contener la respiración en espera de que acabe de pasar el último feligrés; de otra manera podría alterarse el equilibrio del cosmos.
        La conclusión que dejan estas anécdotas de provincia no puede ser otra: los antropólogos, incluso cuando se esfuerzan por tomar el mundo en broma, no dejan de estar abocados a las mejores revelaciones. La lógica de la cultura, borrosa y esquiva, se deja ver con el mismo capricho de las epifanías. Para quien estudia al hombre, todos los días son el del advenimiento.


El desnudo de Cristo (2010). Fernando Botero (1932)

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