jueves, 13 de febrero de 2014

Imágenes de bulto



Procesión del Domingo de Pascua en Popayán (1884). Charles La Plante

Para A. Gálvez y R. Delgado

Con sobrada razón suele apelarse a los escritos de los viajeros del siglo xix cuando se pregunta por los antecedentes de la antropología científica, habida cuenta de las frescas noticias sobre incursiones en poblados indígenas o de los reportes de hitos arqueológicos que son comunes en esas páginas. En Colombia, un libro como Estudio sobre las tribus indígenas del Magdalena (1884), de Jorge Isaacs, surte uno de los mejores ejemplos de las vecindades entre aventura romántica y ciencia del hombre: la disposición del paisaje, la vida de los nativos del Caribe y las características de la industria antigua se abordan allí sin avaricia, a tal punto que muchos antropólogos contemporáneos beben todavía de esas descripciones.
        Con todo, hay mucho más que noticias sobre areitos indígenas y collares de cornalina en los libros de los viajeros, y si esos elementos han llamado la atención de los antropólogos de varias épocas es, sin duda, en virtud de una concepción muy clásica de la disciplina. Por ejemplo, un libro como Peregrinación de Alpha (1853) de Manuel Ancízar –el más influyente de todos los relatos viajeros de la Colombia decimonónica– es tan pródigo en datos sobre costumbres nativas o piedras talladas como en descripciones de la religiosidad popular en villas de blancos y mestizos. No podía ser de otra manera toda vez que Ancízar, en su viaje por tierras de los actuales departamentos de Cundinamarca, Boyacá, Santander y Norte de Santander, echa un ojo crítico sobre la vida eclesiástica de cada pueblo, convencido como está de que la salud moral, cultural e industrial de las parroquias es fiel expresión de la mentalidad del cura de turno. Y, en virtud de su acendrada piedad, Ancízar tiene por síntoma del poco celo de los sacerdotes el que dejen prosperar la hierba de lo popular entre las flores divinas del culto.
        Para el estudioso de las manifestaciones religiosas en Colombia poco importan los prejuicios de liberal pontificio de Manuel Ancízar, pues su rechazo de la devoción popular no obstaculiza su capacidad de registrarla con indudable provecho etnográfico. La compleja perspectiva, compuesta de sorna y precisión, se revela en la primera escena con imágenes piadosas a bordo, correspondiente al sitio de adoración de un santo en una posada de Ubaté: “Mostráronnos […] un San Antonio de bulto, perdidos los colores, raído el hábito, y extendiendo las mutiladas manos hacia dos sartales de frisoles interpolados con musgos que invadían la puerta del nicho del afligido santo, como para impedirle la salida”. Mucho más elocuente es el caso de las procesiones, las que, si por un lado acusa Ancízar como sobrevivencias paganas de la Edad Media –incluso las llama, con toda ironía, “funciones teatrales”–, por otro las reconoce preñadas de vivacidad social. Eso es por lo menos lo que ocurre con la procesión de San Isidro Labrador en Charalá: “es, como si dijéramos, la apoteosis de la agricultura, la santificación del trabajo productivo y una lección práctica que da la Iglesia de la honra que merecen las tareas civilizadoras de los que se consagran al cultivo de la tierra”. La reflexión se adelanta, en varias décadas, a las que divulgaron Émile Durkheim y los antropólogos sociales modernos a propósito de la función social del rito religioso. Poco importa que, en la siguiente aparición de San Isidro Labrador en Peregrinación de Alpha –empotrado en un altar de Sogamoso–, el ídolo se antoje aquejado “por una grave e incurable enfermedad incompatible con las tareas de la agricultura”.
        La comicidad del relato de Ancízar llega a su punto más alto a propósito del culto a la Virgen de Torcoroma, en Ocaña. La imagen, representativa de todas las manifestaciones espontáneas de la divinidad entre el pueblo latinoamericano –ese que cree ver a sus santos en paredes y piezas de hojaldre–, hace las delicias del narrador. Inicialmente, describe con incontenida picardía el momento en que un campesino creyó descubrir el rostro de la Gran Madre en las entrañas de un árbol partido: “Cayó el tronco, y al dividirlo saltó la corteza mostrando en su parte inferior la imagen de María en medio relieve; el labriego se quedó absorto, y más cuando el perro que lo acompañaba tomó a su cargo convencerlo de que aquella era la Virgen real y verdaderamente aparecida”. Posteriormente, la entronización de la imagen da pie para que Ancízar se burle de la ciega fe de los feligreses a propósito de las artes divinas: “Ello es que habiendo venido del cielo, no da muy buena idea del estado en que se haya la escultura en el otro mundo”. Bien había apuntado el mismo viajero, en otro pasaje de su crónica –y se trata de la primera puntada de lo que pudo ser una teoría profunda de la representación religiosa–, que el cristianismo solo podía aceptar obras maestras como manifestaciones externas del culto.
        A un lado de aspavientos puritanos, estampas burlescas y naturalismo etnográfico, queda la reflexión profética de Ancízar sobre lo que habría de suceder con la devoción cristiana en el país: ahíta del materialismo pagano con que se buscaba engatusar al indio de la Conquista, la religión traída de España acabaría por revelarse vacua a los ojos del colombiano de la era industrial, urgido de filosofías e indiferente ante la mera utilería; sucumbiría, pues, el “sentimiento religioso del pueblo”, por más que, por aquello de la inherencia de la religión en la vida humana, la fe acabara renaciendo después de uno o mil cataclismos. Es fácil ponerle nombre a las materializaciones contemporáneas de ese argumento visionario; de cara a la necesaria expiración de esta crónica, bastará con pensar en el triunfo de las ideologías seculares en el siglo xx, en las atrocidades de la guerra en Occidente y en el auge, hoy en día, de los movimientos milenaristas.
        Se tiene al Camino de Santiago como la aventura, por antonomasia, del peregrino cristiano. Así será. En todo caso, los documentos del Nuevo Mundo consagran peregrinaciones como la de Manuel Ancízar, romero desconfiado en catedrales angélicas, parroquias derruidas y cultos callejeros. Convendría a los antropólogos reconstruir esos pasos al menos una vez en la vida.


Iglesia de Zarzal (Cauca) (1884). Charles La Plante

Stories I Have Tried to Write

Las tentaciones de San Antonio Abad (h. 1515). Hieronymus Bosch (1450-1516) En el colofón de uno de sus libros, el escritor inglés M. R. Ja...