jueves, 12 de diciembre de 2013

El Evangelio según Juan Pérez Jolote



 
"La vacuna" (detalle de un mural, 1932). Diego Rivera (1886-1957)
 

Si algo le falta a la Navidad es que la cuenten más voces. La monotonía la acecha no solo en los colores y formas que cada año se repiten en las mismas ventanas, sino también en los relatos invariables que la explican o la celebran: una y otra vez hay que escuchar los mismos versículos de Juan y Lucas, los mismos estribillos radiales, la misma música para acompañar la novena o para ir de juerga, e, incluso, las mismas ocurrencias graciosas de los niños para resolver sus cruciales negocios con el Divino Niño, los Reyes Magos o Papá Noel. Hace falta que la antropología, así como refresca las teorías científicas y los dogmas religiosos con relatos impensados sobre el origen del universo, traiga nuevas imágenes del famoso alumbramiento.
        Hay una Navidad mexicana que merece ser conocida. La recogió el antropólogo Ricardo Pozas de boca de Juan Pérez Jolote, un indio tzotzil cuyo testimonio de vida fue editado y publicado en un libro homónimo, en 1948, mucho antes de que Oscar Lewis se hiciera popular con Antropología de la pobreza (1959) y Los hijos de Sánchez (1961), largas y complejas historias de vida con todos los ribetes de exitosas “novelas etnográficas”. Quizá convenga saber que en México, particularmente, han sido felices las fusiones de voces nativas y voces literarias. En la década que siguió a la de la publicación de Juan Pérez Jolote, el antropólogo Eraclio Zepeda puso su saber etnográfico al servicio de los personajes de los cuentos recogidos en Benzulul (1959), un libro henchido de indios que ven fantasmas y campesinos atrapados en presagios. Pero bastaría mencionar a Juan Rulfo para zanjar la cuestión: las crónicas de labriegos famélicos y nativos bandoleros de El llano en llamas (1953) y las voces de los muertos de Comala, en Pedro Páramo (1955), fueron la antesala del trabajo profesional adelantado por el novelista en el Instituto Nacional Indigenista de Mexico; de hecho, no pocos críticos literarios —ahora no importa si en un exceso de entusiasmo— lo han llamado “antropólogo”.
        En Juan Pérez Jolote el informante indígena cuenta cómo, de niño, huyó de su casa para escapar de los palos con que lo molía su padre; cómo aprendió a trabajar, cómo disparó fusiles en la Revolución bajo las banderas de cualquier caudillo, cómo se hizo hombre y consiguió mujer, y cómo sus compañeros y vecinos lo escogieron para varios oficios comunitarios; uno de ellos el de mayor, un cargo con todos los visos de una esclavitud nobiliaria. Mucho más digno fue el cargo de fiscal en el pueblo de Chamula, ocupación que, esencialmente, obligaba a “saber cuándo son todas las fiestas”. El predecesor de Juan fue despedido sin derecho a réplica por equivocarse en esa materia: dijo que la fiesta de San Juan era el 23 de junio, cuando realmente debía celebrarse el 24. El infeliz se llamaba Andrés Tiro, y el lapsus le valió ser puesto tras las rejas. Mucho más avisado, Pérez Jolote recurrió a la asesoría de un indio viejo apenas tomó posesión del cargo. Fue entonces cuando supo la historia del nacimiento de Jesús.
        Al principio, el Sol y la Luna estaban fríos, y los judíos se comían a la gente. Los parientes de la Virgen eran judíos, y cuando supieron que ella iba a tener un hijo la echaron de casa, pues sabían que con el nacimiento se iluminaría el mundo y terminaría la oscuridad cómplice. La Virgen y San José montaron en un burro y fueron hasta un pesebre, donde nació el niño. A los tres días no había con qué darle comida, así que el mismo Jesús, recién nacido, decidió irse a trabajar como carpintero, con herramientas sacadas de quién sabe dónde. Hizo una puerta pero le quedó muy corta, y tuvo que recurrir a un milagro expreso para corregir la medida. La gente quiso matar a Jesús cuando supo que había “estirado un palo”, de modo que la familia tuvo que salir del pesebre y huir nuevamente, ahora por las montañas, entre pueblos y milpas. En algún caserío, Jesús mandó hacer una cruz —quizá desconfiaba ya de sus dotes de carpintero— y se clavó en ella para apaciguar a los judíos; les dijo: “No se coman a mis hijos; por eso yo estoy aquí, cómanme a mí”. Después bajó al Olontic, el inframundo de los tzotziles.
        Aunque a primera vista parezca lo contrario, resulta particularmente oportuna y redonda esa versión indígena de la Navidad en continuidad con la pasión del Calvario. En la insondable inconsciencia a la que se dirigen los mitos —el “pensamiento nocturno”, en palabras de Joan-Carles Mèlich—, el singular relato de Pérez Jolote describe figuradamente la manera como en no pocos pueblos de América Latina se vive diciembre; allí donde fiesta y muerte —jolgorio familiar y recuerdo doloroso de los muertos, borrachera feliz y riña cruenta, pesebre y balas perdidas— se funden para poner el corazón en efervescencia. De todos modos, queda a los pusilánimes la posibilidad de interpretar el evangelio tzotzil de un modo menos pesimista: con él se representaría el nacimiento de Jesús y la muerte del año, dos símbolos antitéticos reunidos en un mismo mes. Bien se ve que, antes que feliz, la Navidad es compleja.


La piñata (1953). Diego Rivera (1886-1957)


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