lunes, 18 de noviembre de 2013

Oficio de difuntos



Cristo muerto en el sepulcro (detalle) (1521).
Hans Holbein (1497-1543)
 


Para Mariana, ahora del otro lado

 Aunque la muerte sea mucho más vieja que el hombre, los antropólogos hicieron de ella un tema especializado solo muy recientemente. Prueba de ello es que la Biblia de ese campo, Antropología de la muerte, apenas fue publicada por Louis-Vincent Thomas en 1975. Con todo, si no como honda reflexión etnológica, los asuntos fúnebres sí fueron objeto de vívidas descripciones etnográficas en épocas tempranas, tal y como lo prueba la memorable monografía Baloma. Los espíritus de los muertos en las islas Trobriand (1916) de Bronislaw Malinowski. Incluso un trabajo semejante fue publicado en Colombia, tres lustros antes de que Thomas divulgara su evangelio: Ritos de la muerte en el alto y bajo Chocó (1961), obra del antropólogo chocoano Rogerio Velásquez.
        En la obra de marras, por más que Velásquez llegue a apelar a la noción de la “superstición” para calificar algunas creencias de sus paisanos y que confiese, sin ningún pudor, sus ocasionales visitas a las páginas de John Lubbock —ese en quien el etnocentrismo fue casi una modalidad de la demencia—, su estudio, al presentar una imagen redonda del hecho capital según la cosmovisión chocoana, supera los festivos arrumes folclóricos que regularmente se ocupan de las ideas sobre la muerte en los pueblos colombianos. En efecto, trabajos más difundidos sobre creencias populares enlistan los comportamientos frente a la muerte a un lado de las recetas para curar el hipo y de las ideas sobre la existencia de los ángeles. Más o menos así han procedido folcloristas como Daniel Mesa Bernal y Javier Ocampo López, más frazerianos que Frazer en virtud de sus collages infinitos de datos pintorescos, y aún así acogidos con relativo beneplácito en bibliotecas y librerías.
        En Ritos de la muerte en el alto y bajo Chocó, el fenómeno de la muerte es considerado según diversos puntos de vista o, mejor, según las diversas fases de su ocurrencia de acuerdo con la percepción de la negredumbre —como llamó Velásquez a la masa afrodescendiente—. Siete capítulos componen el estudio, de modo tal que la muerte de un chocoano prototípico va deshojándose, como una margarita trágica, ante los ojos del lector: se consideran las ideas en boga sobre la enfermedad, se examinan las impresiones comunes sobre la agonía y la muerte, se describen la preparación y la puesta en marcha del velorio, se detallan las actividades propias del enterramiento, se ofrece un cuadro del novenario y los ágapes ligados a él —hay lista de mercado y presupuesto de gastos—, se explican las cándidas maniobras con que los vivos buscan ahuyentar al nuevo fantasma y, finalmente, se ofrece un arrume de locuciones sobre el asunto mortuorio. Décadas atrás, en su exploración de las ideas sobre ultratumba en Melanesia, Malinowski había considerado ítems semejantes, deteniéndose en aspectos como las imágenes que, ante el cadáver, dominan en las cabezas de los vivos, las prácticas económicas propias del culto a los muertos y las tradiciones orales sobre el inframundo.
        Gracias a su paso por el Instituto Etnológico del Cauca, Rogerio Velásquez pudo alimentarse de las enseñanzas de Gregorio Hernández de Alba, el primer gran antropólogo criollo. A su vez, Hernández de Alba había sido contagiado por las fiebres intelectuales en boga en el Smithsonian Institute, entre las cuales era particularmente tenaz el funcionalismo malinowskiano. De ahí, sin duda, la intención sistémica de la descripción del rito funerario entre los chocoanos emprendida por el etnógrafo de Sipí. A un lado de ese plan narrativo, otras tendencias del pensamiento antropológico cruzan las páginas del tratado y les confieren garantía disciplinar: baste considerar que, así como Evans-Pritchard se empeñó en saber en qué glándula debía albergarse la sustancia de brujería según los azande, Velásquez dirigió sus pesquisas hasta determinar que, de acuerdo con las impresiones de sus informantes, el alma, en el último trance, viajaba a escape por el sistema respiratorio del moribundo. Hallazgos etnográficos de ese tipo permitieron que, tiempo después, las explicaciones estructuralistas sobre el carácter fundamentalmente cultural del saber fisiológico cundieran con todo éxito.
        Podría objetarse que Ritos de la muerte en el alto y bajo Chocó se conforma con el dibujo cotidiano de las agonías y pavores fúnebres de la negredumbre y que, en consecuencia, renuncia a la síntesis conceptual que hizo célebres a los antropólogos franceses que sondearon los misterios de la Parca. Empero, en tal caso habría que recordar que, en Baloma, Malinowski tampoco acuñó teoría alguna sobre la muerte trobriandesa y que, una vez sembrado el punto final en su rico cuadro descriptivo, prefirió huir por un camino de sosas reflexiones metodológicas. Acaso sabía que, ante la muerte, la única sabiduría posible es la de las sugestiones. Así lo supo también Rogerio Velásquez, y de ahí el interés con que, en su monografía, intenta atrapar los indicios rotundos del fallecimiento: “Muertos los pies, afiladas las narices, sin hablar, obscurecidos y hundidos los ojos, levantado el pecho, helado el cuerpo, desencajado el rostro, tiesa la mandíbula inferior, con pulso imperceptible, comienza a entrar el moribundo en la etapa final de la existencia”. Ante una imagen tan contundente, cualquier lucubración científica se antoja una frivolidad inexcusable.
        Rogerio Velásquez Murillo murió en Quibdó el 7 de enero de 1965, cuando apenas ajustaba 58 años. Su valioso trabajo etnográfico, publicado cuatro años atrás, ya había recogido el dicho popular que mejor explica un deceso que amigos y colegas, en su momento, definieron como brutalmente sorpresivo: “La muerte es ladrón que puede llegar a cualquier hora”. Por fortuna, no pocas veces el bandido suele dejar la celebridad en el mismo lugar del crimen.



Cristo muerto en el sepulcro (detalle) (1521).
Hans Holbein (1497-1543)


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