Cristo muerto en el sepulcro (detalle) (1521). Hans Holbein (1497-1543) |
Para Mariana, ahora del otro lado
En la obra de
marras, por más que Velásquez llegue a apelar a la noción de la “superstición”
para calificar algunas creencias de sus paisanos y que confiese, sin ningún
pudor, sus ocasionales visitas a las páginas de John Lubbock —ese en quien el etnocentrismo
fue casi una modalidad de la demencia—, su estudio, al presentar una imagen
redonda del hecho capital según la cosmovisión chocoana, supera los festivos
arrumes folclóricos que regularmente se ocupan de las ideas sobre la muerte en los
pueblos colombianos. En efecto, trabajos más difundidos sobre creencias
populares enlistan los comportamientos frente a la muerte a un lado de las recetas
para curar el hipo y de las ideas sobre la existencia de los ángeles. Más o
menos así han procedido folcloristas como Daniel Mesa Bernal y Javier Ocampo
López, más frazerianos que Frazer en virtud de sus collages infinitos de datos
pintorescos, y aún así acogidos con relativo beneplácito en bibliotecas y
librerías.
En Ritos de la muerte en el alto y bajo Chocó, el
fenómeno de la muerte es considerado según diversos puntos de vista o, mejor,
según las diversas fases de su ocurrencia de acuerdo con la percepción de la negredumbre —como llamó Velásquez a la masa afrodescendiente—. Siete capítulos componen el estudio, de
modo tal que la muerte de un chocoano prototípico va deshojándose, como una
margarita trágica, ante los ojos del lector: se consideran las ideas en boga
sobre la enfermedad, se examinan las impresiones comunes sobre la agonía y la
muerte, se describen la preparación y la puesta en marcha del velorio, se
detallan las actividades propias del enterramiento, se ofrece un cuadro del novenario
y los ágapes ligados a él —hay lista de mercado y presupuesto de gastos—, se
explican las cándidas maniobras con que los vivos buscan ahuyentar al nuevo
fantasma y, finalmente, se ofrece un arrume de locuciones sobre el asunto mortuorio.
Décadas atrás, en su exploración de las ideas sobre ultratumba en Melanesia,
Malinowski había considerado ítems semejantes, deteniéndose en aspectos como
las imágenes que, ante el cadáver, dominan en las cabezas de los vivos, las prácticas
económicas propias del culto a los muertos y las tradiciones orales sobre el inframundo.
Gracias a su paso por el Instituto Etnológico del Cauca, Rogerio Velásquez pudo alimentarse de las
enseñanzas de Gregorio Hernández de Alba, el primer gran antropólogo criollo. A
su vez, Hernández de Alba había sido contagiado por las fiebres intelectuales
en boga en el Smithsonian Institute, entre las cuales era particularmente tenaz
el funcionalismo malinowskiano. De ahí, sin duda, la intención sistémica de la
descripción del rito funerario entre los chocoanos emprendida por el etnógrafo
de Sipí. A un lado de ese plan narrativo, otras tendencias del pensamiento antropológico
cruzan las páginas del tratado y les confieren garantía disciplinar: baste
considerar que, así como Evans-Pritchard se empeñó en saber en qué glándula debía
albergarse la sustancia de brujería según los azande, Velásquez dirigió sus
pesquisas hasta determinar que, de acuerdo con las impresiones de sus informantes,
el alma, en el último trance, viajaba a escape por el sistema respiratorio del
moribundo. Hallazgos etnográficos de ese tipo permitieron que, tiempo después,
las explicaciones estructuralistas sobre el carácter fundamentalmente cultural
del saber fisiológico cundieran con todo éxito.
Podría
objetarse que Ritos de la muerte en el
alto y bajo Chocó se conforma con el dibujo cotidiano de las agonías y
pavores fúnebres de la negredumbre y que, en consecuencia, renuncia a la
síntesis conceptual que hizo célebres a los antropólogos franceses que
sondearon los misterios de la Parca. Empero, en tal caso habría que recordar que,
en Baloma, Malinowski tampoco acuñó teoría
alguna sobre la muerte trobriandesa y que, una vez sembrado el punto final en
su rico cuadro descriptivo, prefirió huir por un camino de sosas reflexiones
metodológicas. Acaso sabía que, ante la muerte, la única sabiduría posible es
la de las sugestiones. Así lo supo también Rogerio Velásquez, y de ahí el
interés con que, en su monografía, intenta atrapar los indicios rotundos del fallecimiento:
“Muertos los pies, afiladas las narices, sin hablar, obscurecidos y hundidos los
ojos, levantado el pecho, helado el cuerpo, desencajado el rostro, tiesa la
mandíbula inferior, con pulso imperceptible, comienza a entrar el moribundo en
la etapa final de la existencia”. Ante una imagen tan contundente, cualquier lucubración
científica se antoja una frivolidad inexcusable.
Rogerio Velásquez Murillo
murió en Quibdó el 7 de enero de 1965, cuando apenas ajustaba 58 años. Su valioso
trabajo etnográfico, publicado cuatro años atrás, ya había recogido el dicho
popular que mejor explica un deceso que amigos y colegas, en su momento, definieron
como brutalmente sorpresivo: “La muerte es ladrón que puede llegar a cualquier
hora”. Por fortuna, no pocas veces el bandido suele dejar la celebridad en el mismo
lugar del crimen.Cristo muerto en el sepulcro (detalle) (1521). Hans Holbein (1497-1543) |