India del Collao (1925). José Sabogal (1888-1956) |
Puede decirse, a riesgo de que parezca una verdad de Perogrullo,
que a los antropólogos siempre los ha tentado la literatura; de hecho, no pocos
críticos sospechan que la escritura etnográfica es, en esencia, ficción. Sin
entrar a examinar tan polémica cuestión, y en conformidad con la visión más
conservadora de las distinciones discursivas, basta con esgrimir un puñado de
ejemplos para probar el primer aserto: piénsese, por ejemplo, en un Claude
Lévi-Strauss recién llegado de su experiencia etnográfica en el Chaco brasileño
y deseoso de escribir una novela que debía llamarse Tristes trópicos; o recuérdese —pues no se trata solo de los científicos
consagrados en las enciclopedias— a Gregorio Hernández de Alba, acaso el primer
antropólogo colombiano, autor de unos Cuentos
de la Conquista (1937) así como de unas melancólicas estampas de la vida
provinciana, Popayán. Rincones de la
ciudad (1953).
Menos común es
el gesto inverso, según el cual el escritor se esfuerza por hacerse
antropólogo; y no de modo tácito, sino con flamante cartón universitario. Sin
embargo, uno de los pocos casos es justamente el de una figura memorable de las
letras latinoamericanas: el peruano José María Arguedas, autor de cinco novelas
y tres libros de relatos, graduado como bachiller en etnología a los 46 años,
en 1957, y recibido como doctor en la misma disciplina en 1963, seis años antes de morir. De su obra literaria basta decir que se trata, sin atenuantes de ningún
tipo, de la única que en todo el continente logró adentrarse con profundidad y
verosimilitud en la vida indígena, gracias a que, de niño, Arguedas fue uno más
junto al fogón de una aldea lucana, en la sierra sur del Perú. De la obra del
antropólogo puede citarse no solo su tesis doctoral, “Las comunidades de España
y Perú”, sino, sobre todo, la nueva traducción que hizo de los textos
mitológicos recogidos por el cuzqueño Francisco de Ávila —extirpador de
idolatrías— en el siglo XVI, Dioses y
hombres de Huarochirí (1966).
Es inútil, por
lo previsible del contrastante resultado, comparar el impacto de la obra literaria y el de los
escritos científicos de Arguedas: mientras que, por ejemplo, Los ríos profundos (1958) sigue siendo la
novela más lograda del indigenismo latinoamericano sin importar que hayan
pasado más de cien años desde el nacimiento de su autor, sus monografías
antropológicas, de títulos nada memorables, se aprecian como meras curiosidades
bibliográficas y no como aportes significativos a la etnología del continente. La poca
trascendencia de los trabajos del antropólogo Arguedas puede deberse a que su
empeño por examinar los mecanismos y productos del mestizaje cultural andino no
tiene la brillantez de los trabajos que, para explicar similares complejidades en
Brasil y Cuba, coronaron Gilberto Freyre y Fernando Ortiz, respectivamente.
Incluso podría decirse que el aristocrático José Enrique Rodó, en su muy
hispanófilo Ariel (1900), logró
imágenes más persuasivas sobre las tensiones culturales en América Latina que las
yertas estampas serranas del etnólogo peruano.
Al proyecto
antropológico de Arguedas lo salvan, con todo, las buenas letras del literato;
la agudeza con que sus cuentos y novelas penetran en las cosas humanas (de modo
inverso como a Lévi-Strauss, trunco novelista, lo redime la lucidez antropológica
de Tristes trópicos [1955]). En sus relatos se
alcanza un botín que fue esquivo a los demás escritores interesados por el
indio, así como a no pocos antropólogos: la eficaz representación, en el relato, de la
voz nativa. Ni la impostura folletinesca y romántica de unos (los cultores del “¡Indio
odiar blanco!”) ni el celo filológico de otros (apegados a la cifrada transcripción
del habla de sus informantes) logró vender, a la masa lectora del continente,
una imagen al mismo tiempo mesurada y creíble del otro cultural. Eso lo logró Arguedas con base en sus ocurrencias literarias. Sabedor de que lo fundamental era traducir la alteridad a un código común, el escritor peruano
ideó para sus indios una voz que los mostrara contemporáneos y, al mismo
tiempo, ajenos a la sociedad mestiza; en suma, una voz que no los hiciera
parecer ni exóticos ni aculturados. Escribe Arguedas a propósito del panorama
lingüístico de sus primeros relatos y de los planes que hizo para su primera
novela, Yawar Fiesta (1941): “Muchas
esencias, que sentía como las mejores y legítimas, no se diluían en los
términos castellanos construidos en la forma ya conocida. Era
necesario encontrar los sutiles desordenamientos que harían del castellano el
molde justo, el instrumento adecuado. Y como se trataba de un hallazgo
estético, él fue alcanzado como en los sueños, de manera imprecisa”. Los teóricos
más quisquillosos de la antropología posmoderna estarán de acuerdo en que, de
lo que se trata, es de construir una imagen que sepa representar la diferencia cultural.
Es
claro que se pierde demasiado tiempo derribando o restaurando los muros que
separan la escritura de antropólogos y literatos. Si los hombres antiguos idearon alfabetos
y se atrevieron a grabar palabras en las piedras, fue con la idea de multiplicar
los vestigios que dan cuenta de nuestra condición. Como escribió el poeta
andino Aurelio Arturo, en la palabra “nos miramos / para saber quiénes somos”.El recluta (1926). José Sabogal (1888-1956) |