viernes, 24 de mayo de 2013

Ojo y máquina de escribir



Los pastores de la Arcadia (1638). Nicolas Poussin (1594-1665)


Si a un antropólogo le gustaron las imágenes, ese fue Claude Lévi-Strauss. No hay libro suyo que no las tenga, sin importar que alguno, por su tema, parezca ajeno a apoyos de ese tipo. En las Mitológicas (1964-1971), por ejemplo, hermosos e inútiles grabados de los protagonistas de la fauna americana tratan de complementar lo que ya lograban explicar —o cifrar— los complejos párrafos y los rígidos diagramas de categorías lingüísticas en oposición. Igualmente memorables y prescindibles son las láminas sembradas entre las páginas de El pensamiento salvaje (1962), ya se trate de la viñeta pintoresca en que, como en reseña policial, aparecen los rostros de un hombre con cara de lechuza y de otro con rasgos de mapache, o del caprichoso detalle de una gorguera en un retrato de Isabel de Austria pintado por François Clouet.
       A propósito del cuadro de Clouet, es forzoso advertir lo mucho que —a tono con su infinita erudición— fascinaba a Lévi-Strauss el arte de la pintura clásica. Tanto, que la mejor analogía que ofrece al lector para explicar la manera deformada en que los etnólogos entendieron el totemismo —a su vez, un sistema analógico de pensamiento— es un inteligentísimo apunte sobre la pintura del Greco y sus comentaristas. Escribe el antropólogo que los críticos de DoménikosTheotokópulos, antes que aceptar que el artista revolucionó las reglas de su tiempo alargando deliberadamente las cabezas de sus personajes, prefirieron etiquetarlo como un astigmático impenitente. La queja de Lévi-Strauss está tocada por la inteligente mordacidad que tienen sus mejores páginas: “para que el academicismo pictórico pudiese dormir sin que nada turbase su plácido sueño, era preciso que el Greco no fuese una persona sana, capacitada para rechazar algunas maneras de representar el mundo, sino un enfermo, cuyas figuras alargadas diesen testimonio, solamente, de un defecto en la conformación del globo del ojo”.
       Con todo y esa originalísima ocurrencia, no cabe duda de que la conjugación más feliz de la agudeza narrativa y de la erudición pictórica del padre del estructuralismo antropológico tiene lugar en uno de los ensayos de Mirar, escuchar, leer (1993); obviamente, en el ensayo que corresponde a las facultades del ojo: “Mirando a Poussin”. Como si se tratara de un avinagrado crítico y no de un etnógrafo, Lévi-Strauss reseña obras y opiniones de Georges Seurat y Eugène Delacroix, explica el truco visual de la corriente del trompe-l’œil y caracteriza, con énfasis docente, la pintura clásica de su compatriota Nicolas Poussin; dice, de esta, que se trata de una suerte de collage de figuras concebidas cada una por separado, puestas en la misma escena de modo análogo a como un bricoleur junta tres patas de sillas, dos tablas de mesas desvencijadas y las ruedas de un antiguo cochecito para fabricar un revolucionario mueble doméstico. Se trata del descubrimiento, en un caso de la pintura occidental, del mismo razonamiento que a juicio de Lévi-Strauss hace posibles las narrativas primitivas —los mitos, los ritos, las creencias totémicas—, y que con toda prolijidad explica en el capítulo inicial de El pensamiento salvaje. Ni más ni menos. Eso sí, celoso del fuero de hermeneuta especializado que le confiere su estatus de sabio, el celebérrimo estructuralista apunta que no pretende “hacer de Poussin un antropólogo” (L’antropologue c’est moi, pensaría).
       No es menos persuasivo el talento narrativo de Lévi-Strauss ante los cuadros de Poussin. Una de esas pinturas, Los pastores de la Arcadia, deja ver a tres cuidadores de ovejas inclinados sobre una suerte de túmulo, empeñados en descifrar una inscripción que tiene todos los visos de una advertencia nefasta; a un lado del grupo, recostando su brazo sobre un pastor que se distrae con el contacto, una mujer magníficamente ataviada parece aprestarse a cruzar la escena. Tras invocar su erudito conocimiento de varios antecedentes pictóricos y luego de aplicar la sugestiva teoría del bricolaje cultural, el antropólogo francés propone que la fina dama no es otra que la gran señora del mundo, la Muerte. Sin importar que semejante proposición se enmarque en un sesudo ensayo, las explicaciones de Lévi-Strauss provocan todo el escalofrío de los cuentos de miedo de la época victoriana, al otro lado del Canal de la Mancha: “Tal vez acaba de entrar por la derecha, pasando desapercibida hasta que se manifiesta poniendo su mano sobre el hombro del más joven de los pastores, en un gesto a la vez de coacción y de apaciguamiento […]. El poderoso atractivo del cuadro proviene del sentimiento de que esa mujer misteriosa al lado de los tres pastores viene de otra parte, y manifiesta, en un escenario rústico, esa irrupción de lo sobrenatural”. Con la misma languidez sobrecogedora hablaron M. R. James y Edgar Allan Poe de sus muertos vivientes.
       La pasión levistraussiana de glosar párrafos con dibujos o de poner letras sobre las obras maestras de la pintura universal podría encontrar la mejor explicación si, paradójicamente, se aplicara sobre la biografía del antropólogo su propia teoría del bricolaje; porque la actitud de Lévi-Strauss parece deberse a la reunión, en él, de dos aptitudes independientes, a su vez pedazos de las vidas rotas de otros seres humanos. Esos congéneres no son otros que padre y madre, Raymond Lévi-Strauss y Emma Lévy: él, pintor aficionado, y ella taquimecanógrafa. Ojo y máquina de escribir. ¡Cuántas cosas dejaron de ver los estructuralistas por desdeñar las preguntas sobre los orígenes!


Adán y Eva en el Jardín del Edén (1664). Nicolás Poussin (1594-1665)

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