Los pastores de la Arcadia (1638). Nicolas Poussin (1594-1665) |
Si a un antropólogo le gustaron
las imágenes, ese fue Claude Lévi-Strauss. No hay libro suyo que no las tenga,
sin importar que alguno, por su tema, parezca ajeno a apoyos de ese tipo. En
las Mitológicas (1964-1971), por
ejemplo, hermosos e inútiles grabados de los protagonistas de la fauna
americana tratan de complementar lo que ya lograban explicar —o cifrar— los complejos párrafos y los rígidos diagramas de categorías lingüísticas en oposición.
Igualmente memorables y prescindibles son las láminas sembradas entre las páginas
de El pensamiento salvaje (1962), ya se trate de la viñeta pintoresca en
que, como en reseña policial, aparecen los rostros de un hombre con cara de
lechuza y de otro con rasgos de mapache, o del caprichoso detalle de una
gorguera en un retrato de Isabel de Austria pintado por François Clouet.
A propósito del cuadro de Clouet, es forzoso
advertir lo mucho que —a tono con su infinita erudición— fascinaba a
Lévi-Strauss el arte de la pintura clásica. Tanto, que la mejor analogía que
ofrece al lector para explicar la manera deformada en que los etnólogos entendieron
el totemismo —a su vez, un sistema analógico de pensamiento— es un
inteligentísimo apunte sobre la pintura del Greco y sus comentaristas. Escribe
el antropólogo que los críticos de DoménikosTheotokópulos, antes que aceptar
que el artista revolucionó las reglas de su tiempo alargando deliberadamente
las cabezas de sus personajes, prefirieron etiquetarlo como un astigmático
impenitente. La queja de Lévi-Strauss está tocada por la inteligente mordacidad
que tienen sus mejores páginas: “para que el academicismo pictórico pudiese
dormir sin que nada turbase su plácido sueño, era preciso que el Greco no fuese
una persona sana, capacitada para rechazar algunas maneras de representar el
mundo, sino un enfermo, cuyas figuras alargadas diesen testimonio, solamente,
de un defecto en la conformación del globo del ojo”.
Con todo y esa originalísima ocurrencia,
no cabe duda de que la conjugación más feliz de la agudeza narrativa y de la
erudición pictórica del padre del estructuralismo antropológico tiene lugar en
uno de los ensayos de Mirar, escuchar,
leer (1993); obviamente, en el ensayo que corresponde a las facultades del
ojo: “Mirando a Poussin”. Como si se tratara de un avinagrado crítico y no de
un etnógrafo, Lévi-Strauss reseña obras y opiniones de Georges Seurat y Eugène Delacroix,
explica el truco visual de la corriente del trompe-l’œil
y caracteriza, con énfasis docente, la pintura clásica de su compatriota Nicolas
Poussin; dice, de esta, que se trata de una suerte de collage de figuras
concebidas cada una por separado, puestas en la misma escena de modo análogo a
como un bricoleur junta tres patas de
sillas, dos tablas de mesas desvencijadas y las ruedas de un antiguo cochecito
para fabricar un revolucionario mueble doméstico. Se trata del
descubrimiento, en un caso de la pintura occidental, del mismo razonamiento que
a juicio de Lévi-Strauss hace posibles las narrativas primitivas —los mitos, los
ritos, las creencias totémicas—, y que con toda prolijidad explica en el
capítulo inicial de El pensamiento
salvaje. Ni más ni menos. Eso sí, celoso del fuero de hermeneuta especializado que le
confiere su estatus de sabio, el celebérrimo estructuralista apunta que no pretende
“hacer de Poussin un antropólogo” (L’antropologue
c’est moi, pensaría).
No es menos persuasivo el
talento narrativo de Lévi-Strauss ante los cuadros de Poussin. Una de esas
pinturas, Los pastores de la Arcadia, deja
ver a tres cuidadores de ovejas inclinados sobre una suerte de túmulo,
empeñados en descifrar una inscripción que tiene todos los visos de una
advertencia nefasta; a un lado del grupo, recostando su brazo sobre un pastor
que se distrae con el contacto, una mujer magníficamente ataviada parece
aprestarse a cruzar la escena. Tras invocar su erudito conocimiento de varios
antecedentes pictóricos y luego de aplicar la sugestiva teoría del bricolaje
cultural, el antropólogo francés propone que la fina dama no es otra que la
gran señora del mundo, la Muerte. Sin importar que semejante proposición se
enmarque en un sesudo ensayo, las explicaciones de Lévi-Strauss provocan todo
el escalofrío de los cuentos de miedo de la época victoriana, al otro lado del
Canal de la Mancha: “Tal vez acaba de entrar por la derecha, pasando
desapercibida hasta que se manifiesta poniendo su mano sobre el hombro del más
joven de los pastores, en un gesto a la vez de coacción y de apaciguamiento
[…]. El poderoso atractivo del cuadro proviene del sentimiento de que esa mujer
misteriosa al lado de los tres pastores viene de otra parte, y manifiesta, en un escenario rústico, esa irrupción de
lo sobrenatural”. Con la misma languidez sobrecogedora hablaron M. R. James y Edgar
Allan Poe de sus muertos vivientes.
La
pasión levistraussiana de glosar
párrafos con dibujos o de poner letras sobre las obras maestras de la pintura
universal podría encontrar la mejor explicación si, paradójicamente, se
aplicara sobre la biografía del antropólogo su propia teoría del bricolaje;
porque la actitud de Lévi-Strauss parece deberse a la reunión, en él, de dos aptitudes
independientes, a su vez pedazos de las vidas rotas de otros seres humanos.
Esos congéneres no son otros que padre y madre, Raymond Lévi-Strauss y Emma
Lévy: él, pintor aficionado, y ella taquimecanógrafa. Ojo y máquina de
escribir. ¡Cuántas cosas dejaron de ver los estructuralistas por desdeñar las
preguntas sobre los orígenes!Adán y Eva en el Jardín del Edén (1664). Nicolás Poussin (1594-1665) |