El expolio (1579). El Greco (1541-1614) |
El piadoso final de La
rama dorada, ambientado bajo los tañidos de las campanas de la Basílica de
San Pedro —alegres como si saludaran una fumata
bianca—, da una idea errada del tipo de fe profesada por James George
Frazer. El lector desprevenido podría creer, por la mucha unción albergada en
esas líneas —hay en ellas una invitación a rezar el ángelus y un alocado saludo
a la Virgen—, que el antropólogo de Glasgow era más papista que el Papa. Sin
embargo, en Frazer se esconde un auténtico artista de la herejía, y si fuera excesivo
plantearlo de esa manera —como sin duda lo es—, de lo que no puede dudarse es que,
en el famoso libro, el talento erudito de su autor sopla hasta disipar el halo
sagrado de las páginas bíblicas.
Hace casi 20 años, el escritor y
biógrafo británico Robert Fraser editó una nueva versión de La rama dorada que, basada en una
exhaustiva arqueología de las muchas versiones producidas por J. G. Frazer
entre 1890 y 1922, rescata largas parrafadas y capítulos enteros casi olvidados;
pasajes de la obra que las exigencias y los afanes editoriales, así como la
carcoma de la censura, habían relegado de la última versión firmada por el
autor (esa que, en volumen único, fue traducida al español en 1944). La
principal tesis del editor contemporáneo es que el antropólogo, persuadido de
que un abismo separaba las creencias formales de las costumbres cotidianas del
creyente, quiso tender un puente al divulgar las raíces folclóricas de las sagradas
escrituras. Robert Fraser tiene para sí que el clímax de esa iniciativa es un
capítulo sobre la crucifixión de Cristo sembrado en la segunda edición de La rama dorada, publicada en 1900; todo
un “contraevangelio” en palabras del biógrafo, al punto de que espantó al
propio J. G. Frazer, quien acabó retirándolo de la edición de 1922.
Una revisión panorámica de la
versión remasterizada del canónico libro —publicada por primera vez en español
hace un par de años— deja ver mucho del tufillo hereje advertido por Robert Fraser.
La imagen del gallardo Jesús de la Biblia, ahora puesta en la mitad de una
viñeta henchida de costumbres festivas y ritos populares, acaba convertida en la caricatura
de un personaje mundano, cuando no grotesco. En el capítulo sobre la
crucifixión, una de las primeras estocadas se materializa en la comparación del
dolorido Viacrucis con el burlesco argumento de la Sacaea babilónica, basada en
documentos de Dio Crisóstomo: “Cogen a uno de los prisioneros condenados a
muerte, lo sientan en el trono del rey y le dan las ropas del rey, y le
permiten gobernar, emborracharse, desmandarse y usar las concubinas del rey
durante estos días, y nadie puede impedirle que haga cuanta cosa le plazca.
Pero después lo despojan de sus atavíos, lo azotan y lo crucifican”. La cita
hace que parezca una dulce fábula aquella ocurrencia de Nikos Kazantzakis, en La última tentación de Cristo, de
imaginar al Redentor bajando de la
cruz para escaparse con María Magdalena.
La figura de Jesús convertido en
rey de burlas por la soldadesca de Herodes lleva a Frazer a otra comparación
audaz: la de ese cuadro sagrado con un episodio ridículo vivido por Agripa
cuando, recién coronado y en camino hacia su Judea natal, fue víctima de la
sorna política de los habitantes de Alejandría. El antropólogo describe con todo
el colorido posible la farsa urdida por el pueblo mediterráneo: “Entre otras
cosas, la gente cogió a un lunático inofensivo llamado Carabás, que solía vagar
por las calles completamente desnudo, y era el blanco y hazmerreír de
bribonzuelos y holgazanes. Instalaron al pobre diablo en una plaza, le ciñeron
una corona de papel en la cabeza, le endilgaron un carrizo quebrado en la mano
a manera de cetro, y habiendo echado sobre su cuerpo desnudo una estera en vez
de ropas regias, rodeado de una guardia de cachiporreros, le rendían tributo
como si fuera rey y fingían tomar su consejo en asuntos legales y administrativos”.
Antes, al invocar un rito persa similar, Frazer había descrito las maromas de
un “hombre barbilampiño y tuerto”, entregado a un peregrinaje urbano “poco
decoroso” en medio de un coro de “zarrapastrosos”. Si el Hijo del Hombre se
salva de ser clasificado en la misma categoría de penitente, es solo por sus largas
barbas.
A un lado de la crucifixión, los
hechos públicos protagonizados por Jesús en Jerusalén también son puestos por
el antropólogo al mismo nivel de otras bufonadas. La épica expulsión de los
mercaderes del templo, por ejemplo, es parangonada con las representaciones populares
con que los judíos recordaban las desairadas aventuras de Amán y Mardoqueo.
Ganado por la graciosa estampa, Frazer se refiere al episodio del templo como si
se tratara de una pelea vulgar en una verdulería de arrabal: “el zafarrancho que
inmediatamente después [de llegar Jesús a Jerusalén] se desató entre los
tenderetes de los mercachifles y agiotistas del templo”. En la conclusión del
capítulo, para colmo, la explicación de la coyuntura político-ritual en que murió Jesús tiene todos los visos tremendistas de un argumento policiaco: “Una cadena
de causas y efectos resolvió que la parte del dios agonizante en este drama
anual recayera en Jesús de Nazaret, cuyas abiertas críticas le habían ganado
enemigos en las altas esferas decididos a sacarlo del camino. Lo lograron deshaciéndose
del popular y conflictivo predicador”. Apenas faltó aludir a la extraña
desaparición del cuerpo del delito, tres días después de la crucifixión.
Desde hace dos mil años, profetas de todos los
pelajes han anunciado el segundo advenimiento de Jesús bajo un formato pretendidamente
inédito: con la catadura famélica y las ropas humildes de un mendigo. Aunque no
conviene poner en tela de juicio la posibilidad de una nueva visita del Hijo de
Dios, lo que sí resulta dudoso es que apenas ahora vaya a estrenar su empaque
plebeyo; por lo visto, jamás se ha dejado ver de otra manera. Palabra de
Frazer.La purificación del templo (1576). El Greco (1541-1614) |