La última cena (ca. 1550). Luis de Morales (1509-1586) |
Los antropólogos saben mejor que nadie lo que sucederá el
próximo 21 de diciembre. Y no es, precisamente, que el mundo vaya a acabarse,
tal y como reza un embuste popular que se ha hecho pasar por profecía maya. Lo
que ocurrirá es mucho más modesto pero, al mismo tiempo, mucho más objetivo: se
cumplirán 70 años de la muerte de Franz Boas, a quien muchos tienen como el
padre de la antropología moderna. En efecto, ese científico alemán, arraigado en
Norteamérica y allí mismo forjado como héroe científico, murió el 21 de
diciembre de 1942, en el transcurso de una cena navideña que varios sabios
celebraban en Nueva York.
Apenas por demencia o inquina
patológica podría negarse la importancia de Boas en la historia de la ciencia
del hombre. Su diplomática pero contundente crítica del evolucionismo unilineal
y del método comparativo permitió que la antropología adoptara una noción a la
que todavía se encuentra aferrada: aquella de la insoslayable particularidad de
las culturas. Ya que la historia de cada sociedad humana es un proceso
contingente e impredecible, es absurdo suponer que todos los pueblos hayan pasado
por unas mismas fases, y es aún más extravagante el dictado evolucionista de
que avanzando por esa fina calzada se llegaría a los mejores logros culturales. Boas advierte que semejante pretensión no es más que una ilusión etnocéntrica: "El progreso sólo puede ser definido en relación al ideal especial que tengamos en cuenta. No existe progreso absoluto".
A pesar del mucho sentido común
que llena las reflexiones del antropólogo germano —un sentido común que,
incluso, casi lo eximía de buscar pruebas fuera de su gabinete—, él debe buena
parte de su fama a su infatigable actividad en campo. No gratuitamente se le
considera el fundador de la práctica etnográfica sistemática, además de que se
le tiene como el que, entre sus colegas, borroneó más descripciones sobre los
sucesos y cosas de la cultura. De hecho, no son pocos los reparos de críticos y
biógrafos a propósito de las gruesas teorías que Boas nunca formuló por concentrarse
en ese ejercicio infinito de la descripción. Incluso sus propios discípulos llegaron a referirse, en broma, a los miles de folios con recetas de
cocina indígena recogidas por su maestro a lo largo de casi medio siglo; uno de ellos dijo:
“Cuando Franz Boas publicaba página tras página de recetas de mermelada de
moras en kwakiutl, probablemente sabía lo que se proponía”. Mucho más cáustica,
Ruth Benedict, uno de los más fieles perros falderos del alemán, escribió: “Con
el programa boasiano, la etnografía se consagró a recoger sistemáticamente los
hechos que no hacían falta”.
No cabe duda de que la broma más
cruel que se le ha gastado a este descreído de las regularidades de la
evolución cultural está relacionada precisamente con su muerte. En alguna
gacetilla virtual —a su vez, eco de sabe Dios qué biografía amateur y
folletinesca— se lee que Boas murió de repente, una vez que, a la cabecera de
la mesa en que se celebraba el mencionado banquete, anunció que “tenía una
nueva teoría sobre la cultura”. Obviamente se trata de una versión académica de
la vieja leyenda del caminante que muere a un centímetro de la meta: Boas,
reacio a la teorización, habría muerto justo cuando acababa de ocurrírsele un modelo
explicativo novedoso. La verdadera historia, aunque igual de trágica, es mucho
menos chocarrera y bastante más sublime.
El etnólogo francés Paul Rivet,
exiliado en América a causa de la Segunda Guerra Mundial, pasó por Nueva York
en momentos en que, de salida de Colombia, preparaba su radicación en México.
Boas, a la sazón en esa ciudad, organizó una comida en su honor en el Faculty
Club de la Universidad de Columbia, e invitó a la flor y nata de la
antropología norteamericana —incluso a enemigos jurados como dicen que eran
Ruth Benedict y Ralph Linton—, y a una exótica ave migratoria que por entonces
temperaba en esos frescos climas: el joven etnólogo Claude Lévi-Strauss. En
medio de la cena, a modo de chisme rutinario, Rivet le contó a Boas que estaba
preparando un curso sobre ciencia y racismo, a pesar de que le parecía un tema
trillado. Entonces Boas, exaltado y con una copa en la mano, levantó la voz y
dijo: “Pero no, Rivet, ese no es un asunto agotado; es necesario continuar,
siempre y sobre todo, esta cruzada contra el racismo”. Enseguida se puso
rígido, emitió un grito extraño y se desplomó, y fue a dar casi en brazos de
Lévi-Strauss. Así lo cuenta el gurú del estructuralismo: “Yo estaba sentado a
su lado y me precipité para levantarlo. Rivet, que había empezado su carrera
como médico militar, intentó en vano reanimarlo: Boas estaba muerto”.
Una paradoja vital resume las más
férreas convicciones de Franz Boas: las culturas son particulares pero el
hombre es en esencia, en todo lugar, la misma criatura, y por eso resulta
siniestra la discriminación. Es en el olvido de ese catecismo fundamental donde empieza
el verdadero fin del mundo.
Naturaleza muerta, vanidad (1630). Pieter Claeszoon (1597-1660) |