El sueño (detalle) (1910). Henri Rousseau (1844-1910) |
Con toda justicia, Ruth Benedict
podría aspirar a que se le reconociera como la antropóloga más popular en la
historia de la ciencia del hombre. Sólo alguien como Margaret Mead, tan allegada
a las cámaras y a la televisión, podría disputarle esa supremacía, en tanto que
Mary Douglas no podría alcanzar la cima ni siquiera poniendo a su favor la
brujería de los lele. A un lado de anécdotas académicas y chismes de alcoba,
Benedict, maestra neoyorquina llegada a la antropología en su segunda juventud,
puso el listón muy alto con la sugestiva prosa de obras como El hombre y la cultura (1934) y El crisantemo y la espada (1946), preñada,
esta última, de los misterios milenarios del Japón.
Los muchos años y lecturas que se
han acumulado sobre El hombre y la
cultura han permitido entender algo más que lo absurdo de su título en
español —traidor del original Patterns of
Culture—; sobre todo, han iluminado el mecanismo del que, en buena parte, depende
la persuasión literaria de Benedict. No cabe duda de que la opinión más
autorizada es la de su compatriota y colega, Clifford Geertz, para quien la
neoyorquina acude al método descriptivo de las viejas fábulas. Así, la configuración
cultural se reduce a un rasgo psíquico dominante, idealmente opuesto al rasgo
dominante de otra tradición; una lógica que tiene su mejor ilustración en el
hecho de que los indios pueblo revelen, en todas sus instituciones, un
temperamento “apolíneo”, mientras que los kwakiutl se definen en lo “dionisíaco”.
Algo así como la fábula de la tranquila cigarra y la frenética hormiga. Con la
sorna que lo caracteriza, Geertz apela a ejemplos literarios mucho más bufos y
se refiere a “Los houyhnhnms, brobdingnagians y yahoos de Benedict”.
Sin embargo, nada como la
experiencia propia, según advirtieron en su momento —aunque resulte paradójico
decirlo aquí— los enemigos de la antropología de poltrona. Sin que sea
necesario sumirse en las prolijas exégesis de la antropología posmoderna, una
visita a las páginas de El hombre y la
cultura basta para descubrir y comprender el impresionante carácter monolítico de las criaturas allí esbozadas.
En el capítulo dedicado a los nativos de Dobu, por ejemplo, Benedict se empeña
en definir los contornos de un alma salvaje con una sevicia que incluso llega a
hacerse graciosa. Como disculpándose, inicia su semblanza con una colección de
impresiones ajenas: “son señalados por su peligrosidad. Se dice de ellos que
son magos con poder diabólico y guerreros que no se detienen en la traición”.
Pronto, la misma antropóloga arremete contra los isleños melanesios sin valerse
de testigos: “No tienen leyes y son arteros”. Enseguida desata el inventario, costumbre
por costumbre, de la hostilidad institucional: el matrimonio es asfixiante y no
conoce la fidelidad, la propiedad privada se defiende con ferocidad, los
huertos se protegen con artes de brujería, en el comercio triunfan los
ventajosos y el duelo funerario se vive como una esgrima de recriminaciones. Como
cereza del postre, Benedict concluye que “El dobuano vive sin reprimir las
malas pesadillas del hombre, de la mala voluntad del universo”.
Hombres tan redondamente malignos
solo podrían encontrarse en las comedias de Molière —según comenta James George
Frazer en el prólogo de un famoso libro de Bronislaw Malinowski—, y sus figuras
se antojan tan planas y primitivas como las de los monigotes de Henri Rousseau.
De hecho, esas imágenes se deben en buena parte a la intensidad expresiva de la
prosa de Benedict, en la que, más que en los cuadros referidos, la fuerza de la
descripción parece residir en las palabras usadas por la antropóloga. En esa
medida, la barbarie de las fieras resulta ser el efecto específico de una
mezcla química de sustantivos y adjetivos. De ello dan una idea clara
expresiones como “abuso obsceno”, “atmósfera sospechosa”, “rencor impotente”, “competencia
degolladora”, “encantamientos malevolentes”, “escupir vicioso”, “magnitudes
paranoicas”, “extravagante ideología”, “amenazadora actitud”, “profunda
gazmoñería”, “individuos desvergonzados” y “conflicto artero”. Que se trata de
desesperados esfuerzos para apretujar la realidad cultural en una perspectiva
apenas personal lo sugiere una idea de Homi Bhabha —una de las pocas que
afloran con claridad en su galimatías crítico—: el estereotipo, por saberse a
sí mismo insuficiente, no puede prescindir del martilleo de la reiteración.
Cuando escribió su crítica de la
obra escrita de Benedict, en los años ochenta, Clifford Geertz anexó el dato de
que El hombre y la cultura había sido
traducido a más de veinte lenguas, y que se habían vendido casi dos millones de
ejemplares. Esa acogida, tan entusiasta, habla claramente del fervor popular
por los gestos redondos, las descripciones coloridas y el guiñol del melodrama.
De modo que, si Benedict no se inmortalizó al otro lado de la pantalla chica como
sí lo hizo Margaret Mead, al menos dejó servidos los más acabados libretos del
teatro cultural.
Mandril en la jungla (1909). Henri Rousseau (1844-1910) |