Ardilla roja en un árbol de pino. Óleo en lienzo sin autor conocido |
Los clásicos, hablando de sí
mismos, ya han establecido qué es lo que los hace tales: lo que han dicho
—verdadero o falso, terrible o glorioso— lo han dicho de modo inolvidable. El
ejemplo más claro data de hace cuatro siglos: aunque no sepamos a ciencia
cierta qué fue lo que quiso decir Shakespeare por boca de Hamlet, nadie que
haya paseado sus ojos —o sus oídos— por la consabida pieza podrá olvidar,
jamás, ese turbador “Ser o no ser”. En 1971, cuando ponía el punto final de sus
extensas Mitológicas, Claude
Lévi-Strauss todavía estaba dándole vueltas al asunto: “La oposición
fundamental, generadora de todas las demás que pululan en los mitos y de las
que estos cuatro tomos han establecido el inventario, es la misma que enuncia
Hamlet en forma de una alternativa demasiado crédula todavía”.
Sobra decir que, de todas las
páginas escritas por los antropólogos, los galimatías de la explicación
estructuralista son los que menos participan de la gracia de lo clásico. Mejor
apañados están los apolillados libros de los antropólogos de poltrona del siglo
xix y primeras décadas del xx; sobre todo, aquel bloque de buena
literatura que es La rama dorada
(1890-1922) de sir James George Frazer. Poco importa que la exposición esté
sustentada, en gran parte, sobre una teoría etnológica simplista y prejuiciada:
la idea de que la magia es una variedad errónea de la ciencia. Tal dictamen, en
el mejor de los casos, mantuvo su vigencia apenas hasta 1925, cuando Bronislaw
Malinowski, en “Magia, ciencia y religión”, explicó pacientemente que cada una
de esas instituciones acallaba una dolencia específica de la criatura humana,
de modo tal que no podía entenderse que una práctica fuera la versión mejorada
de otra, como si se tratara de reemplazar quinina con penicilina. Pero, si las
ideas de Frazer quedaron fuera de combate, no ocurrió lo mismo con sus líneas;
las que dan inicio a La rama dorada casi
pueden recitarse de memoria, como hacen los hispanohablantes con los primeros
párrafos de Don Quijote de la Mancha y Cien años de soledad: “¿Quién no conoce La rama dorada, el cuadro de Turner?”.
¿Quién no conoce La rama dorada, el
libro de Frazer?
Y sin, embargo, todos han querido
prepararse su guiso con el antropólogo escocés. El propio Malinowski, quien, para
acceder a la inmortalidad antropológica fraguó la leyenda de que él, un físico
frustrado, había llegado a la ciencia del hombre gracias a la lectura epifánica
de La rama dorada, no tuvo compasión
con su maestro; con ironía sangrienta lo apalea en el epílogo de Crimen y costumbre en la sociedad salvaje, donde
se parodian los concisos ejemplos etnográficos de Frazer: “en la vieja Caledonia, cuando un nativo encuentra
accidentalmente una botella de whisky, la vacía de un solo trago, después de lo
cual procede inmediatamente a buscar otra”. Lévi-Strauss, en la introducción de
El totemismo en la actualidad, se
burla de las “2200 páginas…” con que Frazer pretendió hacer memorable su
explicación del sentido exogámico del totemismo (y, quién sabe si advirtiéndolo,
en el primer capítulo de El pensamiento
salvaje, el belga recurre al método expositivo de su víctima: una idea, diez ejemplos, una idea…).
Difuminada el aura del estructuralismo, Clifford Geertz estableció que lo que
importaba en la antropología no eran los interminables arrumes de datos sino la
persuasión de la prosa que los presenta, pues, de no ser así, “J. G. Frazer, o
en otro sentido Oscar Lewis, serían los reyes” (¿Por qué no dijo Geertz,
esgrimiendo el mismo argumento, que, precisamente, Frazer debería ser el rey?).
Finalmente, nuestros tiempos han conocido un atrevimiento mayúsculo: el
dramaturgo Robert Fraser —su apellido no podría ser más irónico— ha propuesto
al mundo lector una edición de La rama
dorada que, a su juicio, está mejor armada que la versión que el propio
Frazer, asistido por lady Frazer,
preparó en 1922.
Sin que nada de eso importe, la
perdurabilidad de la prosa de Frazer, con su bucolismo atemperado y su
erudición florida, está fuera de duda. Basta leer de nuevo el inicio de La rama dorada, hundido en la penumbra
del bosque de Nemi; o el final, desparramado en un campo abierto en que ya cree
uno distinguir, a lo lejos, a las espigadoras de Millet en el pleno
recogimiento del ángelus. Sin embargo, quizá no haya un pasaje tan elocuente
como aquel del abrebocas del capítulo ix,
en que, para dar una idea de lo boscosa que era la Europa de pasados siglos, Frazer
cuenta que una ardilla podía cruzar la gigantesca selva de Arden “saltando de
árbol en árbol”. Una ardilla que nadie ha visto permite medir lo
inconmensurable. La sugestión es de tal fuerza que uno de los más célebres
novelistas europeos del siglo xx,
Italo Calvino, sucumbió a la tentación de robarla y la puso en el centro de su
novela El barón rampante: en ella,
Cósimo Piovasco de Rondó, para materializar el humano deseo de huir de casa de los
padres, trepa a un árbol y nunca más en su larga vida vuelve a poner un pie en
el suelo. Para hacer completo homenaje al estilo del antropólogo escocés es
necesario, sin ton ni son geográfico y apenas por la magia de la imagen común,
saltar de Italia a Nicaragua y decir que, en Un baile de máscaras de Sergio Ramírez, un hombre llega a conocer
todas las intimidades del pueblo de Masatepe gracias a sus incorregibles
aficiones arborícolas.